La principal lección que nos deja el progreso de estos últimos años es que en realidad no hemos progresado en absoluto. El paso de la escasez a una cierta abundancia ha sacado a relucir esa pobreza nuestra que nada tiene que ver con lo material.
Revestidos de ropas, teléfonos, automóviles y departamentos, vamos hoy orgullosos de haber trocado el hambre por la gula, salivando, insaciables, bajo el hechizo de ese engañoso monosílabo que es la palabra “más”.
Hasta que nos descubrimos sitiados por autoridades que matan por desviar millones, empresarios que defraudan por acumularlos, narcos que desfilan armados como estrellas de cine, policías y ciudadanos que se agarran a golpes y calles colmadas de carros relucientes pero quietos, atascados en un tráfico que sobrepasa lo vehicular y que nos invita a mirarnos, embotados, hastiados, ojalá al borde de por fin preguntarnos: “¿más?”.
O de preguntarnos, a lo mejor sedientos de cualquier esperanza, si lo ocurrido en estos días a orillas de la Costa Verde no podrá convertirse acaso en un inesperado pero muy necesitado punto de inflexión. Porque no es un carril más lo que nos hace falta, sino una pausa, una tregua, un espacio mental para pensar sobre esta forma de pensar.
Claro que se puede decir que no hay nada de nuevo, que todas las semanas vemos gente enfrentando a la policía, oponiéndose a proyectos que las autoridades consideran que han de llevarse a cabo, así sea a la fuerza. Y es verdad. Pero también es cierto que, a diferencia de los casos de siempre, en este no resulta igual de fácil —como comentaba en un post mi amiga, la abogada Julissa Mantilla— descalificar la oposición de los tablistas acusándolos de ser “terroristas anticarriles”.
Comprender y dar validez a la resistencia de los tablistas ayuda, a quien no lo hubiera hecho antes, a hacer lo propio con la de cualquier otro grupo de ciudadanos, en cualquier otra parte de nuestro territorio, en oposición a proyectos que las autoridades consideran incuestionables, en tanto promueven la predominante lógica de buscar siempre más.
Porque no es solo la ecología la que debe imponerle límites a nuestra incontinencia, sino fundamentalmente el respeto a las mínimas normas de una civilizada convivencia.
Es así como los sucesos de la Costa Verde podrían orientarnos hacia un cambio de mentalidad. No sería, por cierto, la primera vez que problemas del país consiguen por fin convertirse en “problemas del Perú” por el hecho de suceder en Miraflores —evidencia adicional de cuánto no hemos progresado en medio de tanto progreso—.
El progreso que de verdad necesitamos es cívico y no solo económico; es uno que ponga a la ley por encima de gobernantes y gobernados, que relegue el uso de la fuerza a categoría de excepción y de último recurso; y que haga ver a todos los peruanos como vemos hoy a los vecinos de Miraflores: como ciudadanos, no como pobladores.