Hubo un tiempo en el que nuestras palabras eran inflación, coche-bomba, toque de queda y paquetazo. Términos ahora en desuso, afortunadamente, sin pretexto para ser pronunciados ni contexto al que puedan referirse. En la actualidad, el eco que nos rodea proviene de la constante repetición de otras palabras. Entre ellas, el vocablo supremo: crecimiento.
Inicialmente motivo de fascinación para una sociedad habituada a la escasez, el crecimiento se hizo luego sostenido y generó también confianza, optimismo y hasta orgullo entre nosotros. Su reciente disminución, por ello, ha causado inquietud. Pero se nos dice, y queremos creer, que no hay razón para alarmarse. Precisamos de unos ajustes para volver a la reconfortante sensación de que la prosperidad es nuestro destino inevitable y además inminente —en menos de diez años deberíamos ser aceptados en el club de los países ricos, nos dice nuestro ministro de economía—. El crecimiento es todo lo que necesitamos.
Sólo que no es así. El crecimiento es necesario, por supuesto, y merece ser defendido. Pero no es suficiente y debemos abandonar la ilusión de que con la sola repetición de esa palabra nos alcanza para estar protegidos. Porque los años del notable incremento del producto bruto han sido también los de un extraordinario deterioro de nuestra actividad política, como podemos constatar a diario, a través de las páginas policiales.
Hace solo unos meses, la revista The Economist nos advertía de que el éxito económico no puede coexistir de manera indefinida con la debilidad política. Comparándonos con la Argentina de Menem y la Italia de la posguerra, el prestigioso semanario recordaba que encargar el cuidado de la economía a tecnócratas capaces y responsables no es suficiente garantía en el largo plazo cuando se está en un contexto de corrupción, criminalidad mafiosa y precariedad institucional.
¿Podemos cambiar ese contexto? Tarea más fácil, con todo lo que costó, fue enderezar la economía. Sólo por mencionar algunos síntomas notables, recordemos que de nuestros ex presidentes vivos, líderes los tres de fuerzas políticas vigentes, tenemos uno preso, otro a punto de ser procesado y un tercero que no se deja procesar. El más grave de los síntomas, sin embargo, es que la mayoría de peruanos volvería a entregar su voto a cualquiera de estas opciones.
Podemos continuar preocupados cada quien por lo suyo y hacer como si la política no fuera más que otro pésimo reality show de los que aparecen y desaparecen de las pantallas de televisión. Solo que, aunque cerremos los ojos, la política no desaparecerá. Podemos comenzar por preocuparnos un poco y votar con cuidado, ahora que estamos a punto de hacerlo. Y por tener en mente algunas otras palabras. Como por ejemplo, honestidad.