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Fernando Cáceres Freyre

Según la Constitución de 1823, “la religión de la República es la católica, apostólica, romana, con exclusión del ejercicio de cualquiera otra”, un tono muy “tolerante” que –más o menos– se mantuvo igual hasta la Constitución de 1933. A partir de la cual, recién el Perú dejó de ser un Estado confesional para pasar a ser uno con separación entre Iglesia y Estado. Pero solo en el papel.

De hecho, nuestra actual Constitución (1993) advierte que, dentro de un régimen de independencia y autonomía, reconoce a la Iglesia Católica como elemento importante en la formación histórica, cultural y moral, para –a renglón seguido– declarar que le prestará colaboración a la Iglesia Católica. Lo cierto es que la secularización en el Perú –o separación de roles entre el Estado y la Iglesia– tiene aún muchos remanentes confesionales sobre los que resulta oportuno reflexionar, ahora que recibimos la visita de la máxima autoridad católica.

Ante todo, consideremos que hoy rige el Decreto Ley 23211 de 1980, que aprueba un “acuerdo entre la Santa Sede y la República del Perú”, también conocido como concordato, y que influye en muchas áreas de lo público. Este acuerdo dispone, por ejemplo, subvenciones para las personas, obras y servicios de la Iglesia Católica, previendo que las asignaciones personales no tengan carácter de sueldo ni de honorarios, por lo que no constituyen renta sujeta a tributación. Este año, por ejemplo, se ha presupuestado S/2,6 millones para la Iglesia Católica producto del concordato, a lo que hay que sumar la exoneración de casi todos los tributos: renta, predial, arbitrios.

Al respecto, hay que considerar que no todos los países con mayoría de población católica tienen un concordato suscrito que obliga a entregar financiamiento público directo a la Iglesia Católica. Por ejemplo, en Brasil y México existen exoneraciones fiscales a las instituciones religiosas, que dicho sea de paso también existen en el Perú, mas no contribuciones directas del Estado, como acá y en Costa Rica, siendo este último un Estado oficialmente confesional.

El concordato también establece que el Estado garantizará que se preste asistencia religiosa a los miembros de la Fuerza Armada, Fuerzas Policiales y a los servidores civiles que sean católicos. Así como a los católicos internados en los centros sanitarios y establecimientos penitenciarios. En otras palabras, el Estado debe invertir/gastar recursos públicos para garantizar que existan religiosos católicos a disposición de los militares, policías, enfermos y presos. Una oportunidad de la que no gozan otras confesiones, cuya presencia se puede dar a petición individual, y sin subsidio estatal. Algo similar a lo que ocurre en la educación pública, donde solo se puede enseñar religión católica, debiendo el obispo asignar al profesor, y donde no hay ningún plan respecto a aquellos niños de familias evangélicas y otras.

La laicidad puede resumirse en tres elementos (Blancarte, 2011): (i) el respeto a la libertad de conciencia, (ii) la autonomía de lo político frente a lo religioso, y (iii) la garantía de la igualdad y no discriminación de una pluralidad de religiones y doctrinas, que puede constatarse en reglas establecidas en temas sensibles como uso de células madre, derechos LGTBI y educación religiosa. El Perú de las últimas décadas ha avanzado bastante en términos de los dos primeros, pero claramente se mantiene rezagado en el último.

La venida del Papa debiera hacernos pensar, a católicos y no católicos, qué rol queremos darle a la Iglesia Católica en nuestros asuntos públicos. En España, por ejemplo, los contribuyentes pueden elegir si apoyar a la Iglesia Católica o a organizaciones con fines sociales diferentes, como ONG, en su declaración anual de Impuesto a la Renta. Un mayor nivel de libertad que cabría imitar. Reflexionemos.