Cuando éramos niños, mi primo Ignacio tenía peces. Decenas de peceras con animalitos flotantes de colores. Ahí, calladitos y con los ojos siempre abiertos, los pececitos parecían inofensivos. Sin embargo, la mayoría eran unos canallas. Algunas especies, como es natural, se comían a las más pequeñas. Otras, en dura competencia para el apareamiento, peleaban entre machos hasta matarse. Y otras más, como los guppies, se comían a sus hijos.
Los peces nunca han tenido mucho sentido práctico. No entendían que la costumbre de matarse perjudicaba también a los sobrevivientes. Los agresores acababan recluidos, por seguridad, en pequeñas celdas dentro de sus peceras, de modo que aunque ganaran, no se apareaban. Otros ensuciaban su propia agua con los cadáveres de las víctimas, hasta volverla irrespirable y mortal. La mayoría quedaban condenados a la soledad y el aislamiento.
Nuestros políticos son como esos pececitos asesinos, empezando por el presidente. PPK decidió, si no matar, al menos dejar morir a ministros como Saavedra, Thorne y Zavala, porque pensaba que sobreviviría sobre sus cadáveres. Ni se enfrentó al fujimorismo ni pactó con él, pues suponía que el sacrificio de sus mascotitas le permitiría nadar por el estanque libremente. Como un guppy, se comió a sus hijos. Lo que le ha pasado es que, cuando se lo han querido comer a él, los peces de su Gabinete han mostrado una notable pereza para defenderlo. Su más ardiente vocero ha sido Pedro Cateriano, que viene de otra pecera.
El Frente Amplio (FA), impulsor de la iniciativa de vacancia, es de los que matan a sus parejas. Durante toda la legislatura, su principal preocupación ha sido destruir el liderazgo de su antigua candidata, Verónika Mendoza, a la que le han dedicado un odio telúrico, aunque dirigido al lado equivocado del espectro. Y una vez eliminada ella, el FA ha ido a la yugular de su grupo Nuevo Perú. Ahora mismo, se relame ante la posibilidad de llegar a nuevas elecciones como único representante de la izquierda, ya que su ex aliada carece de inscripción electoral. Sacaría un 2% de los votos, pero celebraría en la soledad de su tubito, junto al muñeco de plástico con la escafandra, antes de notar que el juguete ni habla.
Finalmente, está ese enorme y grasiento tiburón –al menos en el Parlamento– que es el fujimorismo. Fuerza Popular disfruta oyendo crujir los huesos de los pececitos, arrancándoles las colas, devorando sus huevos para no dejar nada de ellos. Y no se conforma con ministros y presidentes. También le resulta apetitoso todo ese plancton del Poder Judicial y el Ministerio Público: los magistrados del Tribunal Constitucional, el fiscal de la Nación, y cualquier organismo que se le pueda atragantar en la garganta mientras devora todos los obstáculos en su camino hacia el poder.
Como los pececitos –y su memoria de cuatro segundos– nuestros políticos tienen poca visión de largo plazo: son incapaces de percibir que cada colega caído es una espada sobre su propia cabeza. Cada corrupto extiende las sospechas sobre todos los demás. No entienden que se desprestigian todos cuando la población los ve pelear entre ellos en vez de arreglar los problemas del país.
Sin embargo, el deterioro de la clase política sí beneficia al fujimorismo, que parte del principio de que la institucionalidad y la separación de poderes son un estorbo para la gestión del país. Al debilitar el sistema, todos los demás ayudan a Fuerza Popular. En eso sí, los pececitos son más listos que la mayoría de nuestros políticos. Porque los guppies de verdad, pobrecillos, aun con todas sus limitaciones, no le hacen el trabajo al tiburón.