(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Carmen McEvoy

De acuerdo con una congresista y un ex fiscal de la Nación, las tradicionales manifestaciones de protesta, que desde la caída del Protectorado (1822) marcaron el rumbo de la República peruana, se han convertido en farsas “pagadas” con dinero internacional. Se menciona entre los “aportantes”, a Odebrecht e incluso a George Soros. Los desatinados comentarios de dos funcionarios públicos respecto a una forma válida de ejercer presión política, me dejaron boquiabierta. Y es que solo quien desconoce nuestra convulsionada historia puede denigrar de esa manera a quien sale a la calle a expresar su rechazo contra una corrupción rampante. Porque sostener que miles de peruanos, entre ellos jóvenes universitarios, son una suerte de tragamonedas ambulantes, muestra un pesimismo digno de mejor causa. Opino que para contextualizar la evidente tensión entre la política de los intereses versus la política de los principios, es necesario traer a la memoria el accionar del rey del cinismo. Acá me refiero a Vladimiro Montesinos quien “institucionalizó” –en vivo y en directo– la idea de que todos tenemos un precio y que este fluctúa entre un dinerillo para comprar gorros, calendarios, pelotas y polos para tu campaña electoral o unos milloncitos para copar la línea editorial de un periódico o de un canal de televisión.

Una de mis grandes satisfacciones como historiadora es haber colaborado en la recuperación de la teoría y praxis del republicanismo peruano. A nivel teórico existen una serie de conceptos tales como ciudadanía, mérito, justicia, igualdad, libertad e incluso felicidad que después de doscientos años aún nos inspiran. A nivel de la práctica no termina de sorprenderme el poder de la prensa y la opinión pública, instrumentos del republicanismo primigenio. Y más aún la potencia de “la política de la calle” que fue determinante en las movilizaciones de 1822, 1834, 1854, 1865, 1872 o incluso la Coalición Nacional de 1894. En todas y cada una de estas manifestaciones, además de las del siglo XX, se izaron las banderas del bien común frente a los intereses espurios de camarillas corruptas que intentaban enquistarse en el poder. De esa manera el Perú fue consolidando una agenda social que abolió la esclavitud, el tributo indígena y logró la jornada de ocho horas entre otros derechos más.

Junto a una agenda republicana que sobrevivió los vaivenes de una política volátil existe una tendencia a la deslealtad con los “perdedores”. Ejemplos hay muchos pero el más cercano es el de Fuerza Popular, algunos de cuyos miembros buscan hoy un nuevo techo donde guarecerse debido a que su lideresa –condenada a treinta y seis meses de prisión preventiva– carece de la capacidad de otorgar las prebendas de antaño. Lo que me recuerda a esa historia narrada por un militar del siglo XIX que luego de su derrota en Portada de Guía (1838) luchaba por mantener la integridad de su batallón que día a día se desintegraba por las constantes “pasadas” al bando ganador. Salvo el año pasado, nunca he ocupado un puesto de alto nivel en el Estado. Viniendo de la academia fue fascinante descubrir lo que ocurre cuando tus bonos bajan en el efímero mercado de los encumbrados. Súbitamente el título de embajadora cambia al de señora, olvidando, el otrora cortesano, que tienes un doctorado y un prestigio ganado. Así, del respeto se pasa a la desconsideración e incluso a la deslealtad. Ejemplos como los anteriores ayudan a comprender que sin una política de principios no existe posibilidad de construir instituciones sólidas. Las que deberían obedecer a proyectos en el largo plazo y no a acomodos coyunturales como los que se exhiben, día a día, en ese gran bazar llamado Congreso de la República.

Estamos viviendo una etapa decisiva en nuestra historia y es por ello que hay que reflexionar sobre el lastre cortesano que llevamos a cuestas, imaginando novedosas maneras de convivencia social. Pienso que incorporar la palabra lealtad a nuestro vocabulario político es importantísimo, lo mismo que discutir sobre valores que, como el voluntariado, remiten al cuestionamiento de que es la retribución material y el acceso al poder lo que define el “éxito” personal. Sembrar confianza, otro bien del cual carecemos, pasa por ver al otro como un compañero. Es decir como un aliado en la construcción de un mundo más solidario y justo, donde la vida adquiera su verdadera trascendencia.

Más allá de los edificios bicentenarios, que como es el caso del Archivo Nacional, muchos reclaman con razón, es necesario plantear campañas que movilicen a los peruanos a dar lo mejor de sí. Porque es muy fácil reclamar por todo lo que en verdad nos falta pero lo que resulta mucho más difícil es proponer alternativas en las cuales el eje sea el tiempo que cada uno entrega gratuitamente al Perú. Este voluntariado puede abarcar desde la construcción de aulas para nuestras alicaídas escuelas hasta charlas para maestros que andan ávidos de conocimiento, a lo largo y ancho del Perú ¿Qué hago yo por el Perú? es la pregunta que debería definir la etapa que nos falta transitar hacia nuestros doscientos años de república.

Recuerdo que hace algunos años experimenté –junto con el Ministerio de Cultura y el Decanato de Humanidades de la PUCP– con “las aulas itinerantes”. Un concepto novedoso que conectó a estudiantes universitarios con maestros de provincia. Hasta el día de hoy llevó grabada en mi mente la intensidad de las jornadas y la energía positiva que se generó entre todos los participantes. Lo que me lleva a la idea inicial, la indignación es importante y ha jugado un papel clave en nuestra política pero también lo es el trabajo desinteresado por el Perú. Que si se organiza de manera eficiente ayudará rebatir la falsedad de que los peruanos solo nos movilizamos por una propina. Muy por el contrario somos un pueblo extremadamente generoso y es tiempo de demostrarlo de manera sistemática.