La próxima semana puede producirse una de las censuras ministeriales menos justificadas de las que se tenga memoria. El destacado ministro de Educación, Jaime Saavedra, podría ser censurado por decisión de Fuerza Popular, el partido mayoritario en el Congreso. Lamentablemente, su salida tendría el apoyo de 52% de la opinión pública que lo considera responsable político de un acto de corrupción que habría cometido en su ministerio una antigua funcionaria de mando medio en la compra de unas computadoras.
Como se sabe, el desempeño de Saavedra ha sido valorado positivamente entre los sectores más informados de la población –en CADE fue aplaudido de pie–, columnistas de distintas tendencias han escrito a su favor, y los resultados de la prueba PISA recientemente divulgados confirman que el sector avanza en la dirección correcta, como lo destacó ayer en El Comercio Gustavo Yamada, director del Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico. Saavedra es también el ministro con mayor aprobación popular (40%) pero este apoyo no le alcanza para impedir el rechazo de un sector mayoritario de la población cuando se esgrime una acusación de corrupción.
Entre los sectores más informados de la ciudadanía es evidente que la censura carece de justificación. Saavedra no tuvo nada que ver con los hechos materia de la denuncia. Incluso algunos destacados profesionales fujimoristas se han pronunciado en contra de la censura. Entre ellos el ex ministro de Educación Jorge Trelles y el ex ministro y alto dirigente de Fuerza Popular César Luna Victoria, quien ha señalado que no ve argumento alguno y que la sola propuesta de la censura es un maltrato no razonable ni proporcional. Si Keiko Fujimori escucha estas voces quizá sorprenda al país con un giro que la presente con perfil de estadista. Lo más probable, sin embargo, es que ello no ocurra y que su bancada apruebe la censura en sintonía con una población ávida de cortar cabezas.
Resulta paradójico, pero la inminente censura al ministro de Educación refleja la desconexión existente entre las élites más educadas y la gran masa menos educada del país. Carlos Meléndez ha sugerido que la condición de economista + PhD + Banco Mundial de Saavedra resulta irritante para políticos de menos pergaminos intelectuales. Es posible. De lo que no hay duda es que la mayor parte de la población se expresa a partir de impresiones muy superficiales y sin conocer en profundidad los hechos. Por eso la responsabilidad de una censura recae en un Congreso y no en una encuesta.
Por eso también la discusión sobre la cuestión de confianza que se debate en la clase política está muy lejos de la comprensión ciudadana. De producirse la censura, 67% de la opinión pública cree que debería procederse al reemplazo del ministro. Solo 19% cree que el primer ministro, Fernando Zavala, debería renunciar en rechazo a la censura, agudizando la polarización existente.
Esta desconexión entre élites intelectuales y sectores menos educados se ha visto también recientemente en la violenta actitud de un sector de la población de Huaycán que casi lincha a dos encuestadores del Instituto Cuánto pensando que eran pishtacos o traficantes de órganos y que luego atacó con violencia a los policías que acudieron en su defensa. La desconexión se expresa en el amplio sector de la población que cree en la existencia de los pishtacos, como veremos en la segunda parte de la encuesta de Ipsos de este mes que publicará El Comercio. Aprovecho estas líneas para expresar mi solidaridad a los encuestadores Luis Núñez y Paola Cerrón, cuya vida estuvo en peligro, y mi felicitación a la Policía Nacional por su oportuna intervención.
Si se trata de combatir la corrupción, el país debería poner más atención a la experiencia del vecino Brasil. Por ejemplo, 79% de la población informada de la investigación Lava Jato piensa que en el Perú también debería ofrecerse un acuerdo a los ejecutivos de las compañías que incurrieron en actos de corrupción para que delaten a quienes fueron los receptores de ese dinero indebido.
De la misma manera como se atrapó y sancionó en el 2001 la gran corrupción de los años noventa, la opinión pública espera ahora que se investigue y sancione la gran corrupción de los últimos 15 años. Una censura a un ministro por su responsabilidad política en un posible delito de un funcionario medio en su sector no debe distraer del objetivo principal que debería ser identificar y sancionar la megacorrupción en la que podrían haber incurrido las altas esferas del poder en los últimos gobiernos.