“Todo lo personal es político”, rezaba una consigna feminista de fines de los 60. El movimiento de liberación de las mujeres llevó a un extremo una opinión con amplias simpatías. Para cambiar la parte era necesario primero transformar el todo. Entonces, cualquier cambio en la vida cotidiana, por nimio que pareciera, implicaba, para ser factible, alteraciones radicales en la dinámica social. Y este postulado se convirtió en piedra angular del sentido común de la izquierda que entendía que la vida cotidiana era, a la vez, el resultado, y el secreto fundamental, del orden social.
Pero la percepción del vínculo entre la vida cotidiana y el orden social empezó a resquebrajarse con la crisis del socialismo. A partir de la caída del Muro de Berlín empezó la época del “fin de la historia”. No había futuro más allá del capitalismo y la democracia. En adelante toda aspiración de cambio tendría que canalizarse en el terreno privado de la vida cotidiana. El impulso para lograr lo mejor ya no pasaba por la política.
El resultado de estos nuevos consensos fue la despolitización de lo social. Si antes la política era el espacio de salvación colectiva, de ahora en adelante la política se redefine como administración y protección de las poblaciones vulnerables. La desidealización de la política fue correlativa a la pérdida de interés que generó y, sobre todo, al envilecimiento y la degradación de los políticos.
La política fue sustituida por el deporte y el espectáculo. Y entonces se pidió a la política que mantuviera invariables las premisas de la vida cotidiana, definida como el espacio de realización y lucha por lo propio. Si antes se pensaba que la vida cotidiana, con sus nimiedades y desinterés por lo colectivo, era un espacio de huida de la historia y la responsabilidad cívica, en la época del “fin de la historia” la situación se invierte, pues la política –como dice Danilo Martuccelli– es valorada como la huida del laborioso anonimato de la vida cotidiana por parte de narcisistas y corruptos.
Pero este arreglo, el “piloto automático” de la sociedad neoliberal, pierde viabilidad por múltiples razones. En los países desarrollados, en el fondo, por la cada vez mayor concentración del ingreso producida, o permitida, por la despolitización de la sociedad. Pero ahora el retorno de la política no viene acompañado por una crítica a la espontaneidad del mercado sino que viene de la mano de nacionalismos beligerantes, excluyentes, y finalmente ilusos. El migrante se convierte en el chivo expiatorio. Y la repolitización de la sociedad, que tiene al nacionalismo como estrella, lleva como mantra el control de los migrantes. Una política absurda, pues son ellos quienes hacen los trabajos que los nativos rechazan; labores de gran desgaste físico y poco prestigio social: levantar cosechas, cuidar ancianos, limpiar espacios públicos y privados. En realidad, las nuevas olas migratorias hacen posible la movilidad social de los hijos de los nativos que pasan a desempeñar ocupaciones de mayor rendimiento económico y social. El nacionalismo excluyente es demagógico, pues señala como problema lo que es sobre todo una solución. Y logra representar al migrante desde un número ínfimo de casos: desempleados mafiosos que son sentidos como un problema, una invasión. La beligerancia antiinmigrante es una cortina de humo a problemas mucho más graves como la excesiva concentración de la riqueza.
Y en los países subdesarrollados, como el Perú, el regreso de la política ofrece mayores esperanzas, pues es impulsado por la lucha contra la inseguridad y la corrupción. Y también en nombre de un nacionalismo incluyente, que busca hacer realidad la demorada promesa de una efectiva solidaridad entre peruanos. ¿Pero cómo poner en manos de los políticos envilecidos la lucha contra la transgresión? ¿La corrupción y la delincuencia combatida por una clase política corroída por la inmoralidad? De esta contradicción nacen los movimientos de protesta, encabezados por una juventud que no quiere ser cómplice de la podredumbre. Esto ocurre hoy en Brasil: las protestas contra la degradación y el despilfarro. El 2001, el pueblo argentino masivamente gritó: “Que se vayan todos”. El asco por la corrupción llevó al sueño de una sociedad sin políticos. Pero fue solo una quimera. El reto es redefinir la política a base del control ciudadano.