(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Luis Millones

Estaba en Francia asistiendo a la boda de uno de mis hijos cuando me invitaron a inaugurar el curso de posgrado en la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad de Barcelona.

Las noticias de los diarios catalanes no eran tranquilizadoras después de la votación celebrada el 1 de octubre. Debíamos viajar a Barcelona el 23 de ese mes y había leído en un diario de esa ciudad: “La celebración del referéndum convocado de forma unilateral por el Govern de la Generalitat –y suspendido por el Tribunal Constitucional–, en la que la violencia policial dejó un reguero de 893 heridos, marcó un punto de inflexión ante un escenario plagado de interrogantes. Con un 90% de ‘síes’ sobre un total de 2,2 millones de votos, el ‘president’ Carles Puigdemont anunció que iniciará los trámites para la secesión”.

Escribí a la universidad para saber si en medio de tal incertidumbre consideraban conveniente mi visita. Me contestaron con total seguridad que las actividades académicas seguían normalmente y que los docentes y alumnos que empezaban sus clases me estaban esperando.

Así fue. Mientras las emociones, marchas, proclamas y banderas de Cataluña colmaban las calles, las clases y mis conferencias se realizaron como si perteneciésemos a otro mundo.

La euforia en la ciudad, sin embargo, duró poco. Apenas dos días antes de mi llegada, el Gobierno español había aplicado por primera vez en su historia el artículo 155 de su Constitución. Esa norma textualmente dice: “Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno […] podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general”.

Como consecuencia de tal aplicación, Carles Puigdemont y cuatro consejeros se refugiaron en Bélgica. Por su parte, el vicepresidente de la Generalitat, Oriol Junqueras, y otros siete consejeros fueron enviados a prisión.

El recuerdo que guardaba de Barcelona antes de esta visita era agradable por la gentileza de su gente, que me recibió con cariño a pesar de que hace más de medio siglo cometí las torpezas de todo visitante de 23 años. El año 1963 tampoco era una época fácil para Cataluña (o para cualquier otra parte de España). Eran los tiempos en los que antes de cada película teníamos que soportar el noticiario oficial NO-DO.

A mí me tocó ver, como parte de la propaganda franquista, a un empobrecido agricultor que guiaba a un par de bueyes. En determinado momento, el campesino levantaba un terrón endurecido que el gastado arado no había podido deshacer y procedía a romperlo con las manos. Una voz en ‘off’ irrumpía en la escena: “Esas manos que volverían a conquistar América”.

Aquella vez me apené por toda España, en especial por mis compañeros de estudio. Nada bueno podía esperarse bajo ese régimen dictatorial. Pero no alteré mi itinerario y visité con admiración el templo La Sagrada Familia, la obra genial de Antonio Gaudí en la calle Mallorca (aunque en esa época lo construido era apenas una muestra de lo que ahora se puede ver). Tampoco dejé de caminar por La Rambla y mojé mis pies en el agua del Mediterráneo y su historia. En esta oportunidad quise hacer lo mismo con mi esposa.

Sobre lo que observé durante esta última visita debo decir que no me es ajena la voluntad independentista de Cataluña (que no siempre ha sido bien documentada en la bibliografía española). Ubicada entre Francia y España, las provincias catalanas, con el nombre de Marca Hispánica, fueron objeto de disputa entre los monarcas de ambas naciones, por lo menos desde que Carlomagno estableciera límites con los musulmanes que dominaban gran parte de lo que hoy es España.

Se sabe que los primeros pasos independentistas se habrían dado en el año 988, cuando el conde de Barcelona Borrell II no acudió a rendir vasallaje al rey de los francos. Mucho más tarde, cuando Castilla se consolidó bajo el gobierno de los Austrias, la antigua Marca Hispánica, dividida en condados (unos a favor de los franceses y otros a la corona española), propiciaron en 1641 proclamar la República Catalana bajo la presidencia de la Generalitat, que duró muy poco en caer en manos de Francia.

Finalmente, las potencias vecinas acordaron dividir el espacio catalán. Así, lo que en ese tiempo se llamó Cataluña Norte se integró al territorio francés, quedando lo que hoy es Barcelona y algunas ciudades más, en manos de España.

Curiosamente, un siglo más tarde, fueron tropas franco-españolas las que aplastaron un nuevo intento independentista, que esperaba el apoyo de las potencias que formaban la Alianza de La Haya (Inglaterra, Holanda y Austria) dentro del contexto de la Guerra de Sucesión. Dado que Francia e Inglaterra firmaron el Tratado de Utrecht en 1713, al año siguiente el Gobierno español intervino Cataluña y disolvió autoridades imponiendo una Real Junta Superior de Justicia y Gobierno que inició de manera definitiva su integración al proyecto castellano de la nación española.

En España, las persistencias culturales de las 17 comunidades autónomas destacan. Me impresionaron especialmente Galicia, el País Vasco y Andalucía, pero el caso de Cataluña, quizá por la situación que me tocó conocer, me pareció notable.

No se trata únicamente del idioma (diferencia también compartida con vascos y gallegos), sino de una voluntad expresa por diferenciarse del resto de España, quizá agudizada por su condición mediterránea y su escasa participación en la aventura americana. Hay, por supuesto, un juego de identidades muy complejo y razones económicas que son el trasfondo de la problemática contemporánea.

Una semana después de mi llegada salí de Barcelona muy preocupado, sin adivinar lo que sucedería. En esos momentos no tuve más remedio que recordar las palabras de George Orwell en medio de la Guerra Civil: “Parecería que es imposible toda discusión seria. Como si en un campeonato de ajedrez, uno de los competidores comenzara a gritar que su contrincante es culpable de un incendio o de bigamia. La cuestión que realmente importa no se aborda nunca. La difamación no soluciona nada”.