El principal argumento contra el Senado son los senadores en potencia. En teoría, un país con la complejidad de problemas del Perú necesitaría un Senado que permita una sana especialización de los asuntos parlamentarios con políticos profesionales, dificultando cosas que deben ser arduas de aprobar y elevando el tono de la discusión parlamentaria.
Un país menos adolescente para procesar sus enconos políticos necesita un Senado; le ayudaría a madurar, sería un escollo para aquellos que quieren incendiar la pradera por una discrepancia política pueril. Quizá para muchos el Senado peruano sería ese espacio en el que políticos de estirpe se batirían en duelos retóricos admirables para el bien de la república. Como sea, es un argumento desde la utopía. En el Perú no existe más esa estirpe de políticos y no va a existir en el corto plazo.
Carlos Iván Degregori le llamó a la década del gobierno de Fujimori la década de la antipolítica. Fujimori había convencido a la sociedad peruana de que no necesitaba de políticos –especialmente en el Parlamento–, y la sociedad peruana se dejó sermonear pues el Senado tampoco le dio motivos para la defensa de la actividad política. Denostó y persiguió a los partidos políticos, e inauguró una manera de hacer política destruyendo a la política. Volcó a la sociedad en contra la actividad parlamentaria. Se convirtió a la actividad política en una ocupación residual que solo estorbaba el combate contra los problemas reales de la ciudadanía. Unos monigotes inservibles que engordaban a costa del erario, dilapidando los recursos mientras los terroristas hacían volar coches-bomba. Ningún Parlamento desde entonces ha logrado redimirse de la ignominia y, salvo contadas excepciones que se explican más como anomalías de un sistema representación política decadente, el ‘establishment’ político solo ha reproducido variantes de políticos impopulares.
Entonces, la discusión es más procesal. El problema de implementar una reforma de esa magnitud es que el proceso no va a convencer al ciudadano más perspicaz. ¿Cómo así unos congresistas que han jugado en pared para tomar instituciones y han sido incapaces de aprobar reformas políticas en beneficio de la ciudadanía despertaron de pronto convertidos en las reencarnaciones de Cicerón y Pericles? No hay nada más revolucionario en el Perú que una reforma que funcione para los ciudadanos. Es más, el peligro de las reformas institucionales cuando no se pondera las circunstancias en las que se realizan es que puedan agudizar el proceso de descontento social. Una advertencia que hizo hace muchos años Samuel Huntington, y que Omar Awapara y Eduardo Dargent recordaron bajo el subtítulo de “cuidado con las reformas”.
El problema de una reforma tan importante como la bicameralidad es que, si se la desnuda del contexto político, es por lo menos temeraria. Parecería curar los males de la representación política. Si se le agrega el elixir de la reelección política, podría abrir de nuevo el camino o la esperanza de que generaciones políticas jóvenes puedan plantearse, por primera vez, dedicarse a la política profesionalmente. Temeraria porque si fracasa –como ciertamente es posible que suceda dada nuestra precaria oferta política–, podría devenir en combustible para que un populista arrecie contra la clase política y prenda fuego en una pampa de paja seca.
No nos engañemos, a los peruanos nada nos atrae más que un político que estalle en contra de un Parlamento impopular. Los legados de la antipolítica de la que habló Degregori pervivieron y se han afianzado en la sociedad. Martín Vizcarra los actualizó con escandalosa popularidad. Convenció a la ciudadanía de la fatuidad de la política y triunfó –por supuesto, para luego ver su cabeza rodar–. No hay argumentos teóricos para oponerse al Senado. El problema es la materia prima en la que se acentúa la reforma. Por eso el Congreso necesita abrir el debate más allá de sus linderos. Es absurdo pensar que los congresistas no buscan beneficiarse; si no le vieran ningún rédito personal, no aprobarían nada, pero al menos que abran la tribuna y luego que se lo ganen en las urnas. La advertencia es más grave cuando el sistema político peruano ha virado hacia un parlamentarismo empoderado que limita la acción colectiva de los otros poderes del Estado. Un Parlamento omnímodo en una sociedad en la que el crimen organizado y los negocios informales han penetrado con tanta facilidad en sus filas puede convertirse en un legado más de la antipolítica peruana.