(Foto: TeroVesalainen en Pixabay. Bajo licencia Creative Commons)
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Elda Cantú

En México un flamante senador de la República conversa por celular con dos amigotes mientras ocupa su recién estrenada curul en el Congreso. Los medios captan y difunden la conversación, un intercambio vulgar y machista en torno a la fotografía de una joven mujer, a la que toman por prostituta. Mientras esto sucedía, en el Senado comparecía el secretario de Hacienda. Se escriben notas y columnas indignadas por el desperdicio de tiempo, por el lenguaje machista, por el mal uso de recursos públicos. La mujer de la fotografía –contrario a lo que algunos medios reportaron– es una joven universitaria que estudia mercadotecnia y acude luego del incidente a un noticiero a aclarar que no se dedica a la prostitución, que no sabe cómo llegó su fotografía a ese chat de WhatsApp y que tampoco conoce al parlamentario por Tamaulipas Ismael García, a quien por cierto yo he conocido, pues ambos somos más o menos de la misma edad y crecimos en la misma ciudad fronteriza. Desatado el escándalo, el senador posteó una disculpa inicial donde reconocía su lenguaje machista pero desestimaba la conversación como una broma. Una excusa recurrente entre hombres poderosos que de pronto deben justificar actitudes misóginas. Basta recordar el locker talk o ‘charla de vestuario’ en que se escudó Donald Trump al difundirse una grabación donde decía que, porque era famoso, podía hacer lo que quisiera con las mujeres. Los medios mexicanos indicaron que la zona del Senado donde estaba ubicado el parlamentario García estaba directamente debajo del área de prensa y que ya en el pasado otros novatos legisladores habían sido ampayados en circunstancias similares.

El senador mexicano no será el primero ni tampoco el último que se distraiga teléfono en mano mientras debería estar haciendo el trabajo por el que le pagan los ciudadanos. En el 2016 la primera ministra de Noruega, Erna Solberg, fue noticia luego de que se la descubriera jugando Pokémon Go durante la intervención de la líder del Partido Liberal en el Parlamento de su país, quien por cierto salió después a defenderla: “Ella probablemente escuchó lo que dije, las mujeres podemos hacer dos cosas al mismo tiempo ;) saben”, tuiteó.

Algún tiempo después, la prensa británica se escandalizaba con una imagen que mostraba al menos 18 parlamentarios mirando su teléfono durante una exposición sobre las implicaciones económicas del ‘brexit’. Una de las aludidas, Sarah Champion, defendió el uso de su móvil como un acto de transparencia: estaba informando a sus ciudadanos en tiempo real sobre un asunto de interés público. Pero en Gran Bretaña otros de sus colegas lamentan que el uso excesivo del celular amenaza al decoro parlamentario.

Quienes nos dedicamos a la docencia hace tiempo hemos comprendido que prohibir el uso de teléfonos celulares en el salón de clase no es el modo más adecuado de mejorar el ambiente de aprendizaje y que la guerra contra la distracción la perdemos solo cuando lo que tenemos que decir –y cómo lo decimos– resulta irrelevante. De hecho, no hay mejor forma de evitar que los alumnos se distraigan con el teléfono en el aula que pidiendo –e incluso requiriendo– que lo utilicen en alguna actividad orientada al aprendizaje. Un uso que otro senador –esta vez de Estados Unidos– ha puesto en práctica para aprender a servir mejor a sus ciudadanos.

Ya en otra oportunidad he escrito sobre Ben Sasse, el congresista republicano con títulos de historiador en Yale y Harvard que en su tiempo libre hace Uber. Al senador de Nebraska le interesa entender por qué si antes era peligroso subirse al auto de un desconocido o entablar una relación con alguien por Internet hoy no tenemos empacho en llamar a través de Internet a un desconocido para que nos lleve en su auto. Como representa a un estado rural donde casi todos viven de la agricultura y la ganadería, Sasse está preocupado por las implicaciones que la tecnología tendrá en sus votantes. Sasse no puede cobrar por los viajes que hace cuando se convierte en chofer de Uber –la ley se lo prohíbe–, así que dona el dinero a una obra de caridad. Una pequeñísima muestra de que usar el teléfono en el trabajo no tiene que ser necesariamente un motivo de vergüenza, escarnio ni sanción y una lección para aquellos congresistas que necesitan ponerse al día para legislar mejor.