"Sea cual sea el rubro que se analice, las cifras arrojarán que, en todos los lugares, el sistema económico produjo progreso". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Sea cual sea el rubro que se analice, las cifras arrojarán que, en todos los lugares, el sistema económico produjo progreso". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Guillermo Cabieses

El reciente (y aún inconcluso) proceso electoral ha girado en torno al mantenimiento o la extinción del mal llamado “”, instaurado durante la última década del siglo pasado. Desde esta columna consideramos conveniente analizar los resultados de este sistema, a efectos de identificar qué es lo que está en juego. Para ello nos hemos basado en un estudio realizado por Iván Alonso e Ian Vásquez, publicado por Cato Institute, que demuestra que, desde que se implementaron las reformas de liberalización económica en la década de los 90, “[l]a prosperidad ha aumentado, la desigualdad ha caído y los pobres han visto elevar su nivel de vida. Y, a diferencia de otros episodios de crecimiento en la historia del , el progreso no ha estado limitado geográficamente; más bien, el sector rural, tanto como el sector urbano, se ha beneficiado, como lo ha hecho la mayor parte del interior del país, además de Lima y las ciudades de la costa”.

Los datos para sustentar esa afirmación no dejan lugar a dudas. Cito algunos ejemplos: el ingreso per cápita, medido en dólares internacionales de 2020 (es decir, ajustado por las diferencias en el costo de vida entre un país y otro –paridad de poder adquisitivo “PPA”–), subió de USD$4.402 en 1950 a USD$5.738 en 1990, mientras que de ese año al 2019, se elevó a USD$14.123. Es decir, casi se triplicó desde que se liberalizó nuestra . Se dirá, no obstante, que ese dinero está en manos de los “ricos”. Sin embargo, la tasa de (personas que viven con USD$5.50 al día, ajustados por inflación y PPA) se redujo de 53,9% en 1990 a 20,6% en el 2019, mientras que el ingreso per cápita rural se elevó, en soles constantes de 2020, de S/393 en el 2009 a S/545 en el 2019.

En consecuencia, el tan criticado “modelo económico” redujo la desigualdad, medida con el índice Gini, de 0,53 en 1997 a 0,42 en el 2019.

No faltará quien diga que no todo puede ser mirado desde una óptica económica. Bueno, veamos qué pasó con la expectativa de vida. Esta pasó de 48 años en 1960 a 76 en el 2018. O lo que sucedió con la mortalidad infantil, que se redujo de 136 a solo 10,7 por cada 100.000 nacidos vivos en el mismo periodo. O, la desnutrición, que disminuyó de 31,6% en 1991 a 7,5% en el 2015.

En cuanto a la educación, la tasa de finalización de escuela secundaria aumentó de 28,26% en 1970 a 97,98% en el 2018, mientras que la tasa de finalización de escuela primaria pasó de 93,25% en 1998 a 98,71% en el 2019. Asimismo, la tasa de finalización de escuela secundaria en mujeres incrementó de 24,91% en 1970 a 99,95% en el 2019.

En cuanto al acceso al agua y la energía, los números no mienten. El acceso al agua en hogares pobres era de 43,8% en el 2009 y alcanzó 74,5% en el 2019. Las muertes ocasionadas por fuentes de agua no seguras disminuyeron de 3,33% en 1990 a 0,51% en el 2017 (por cada 100.000 habitantes). El servicio de desagüe en hogares pobres creció de 30,1% en el 2012 a 41,4% en el 2019. El servicio de energía eléctrica en hogares pobres subió de 66,3% en el 2009 a 88,5% en el 2019.

Podríamos seguir y llenar varias páginas reportando la mejora en la calidad de vida medida sobre la base del descenso de barrios emergentes en la población urbana (de 66% en 1990 a 33% en el 2018), el incremento del rendimiento de los cultivos, el crecimiento exponencial del número de pasajeros aéreos, los cientos de miles de kilómetros construidos de carreteras, la penetración de la telefonía móvil, la televisión por cable, etc. Sea cual sea el rubro que se analice, las cifras arrojarán que, en todos los lugares, el sistema económico produjo progreso.

Una buena parte de los peruanos, no obstante, es inmune a la data. Reniega del sistema que más beneficios le ha traído a lo largo de la historia. Pretende que estas milagrosas cifras se superen mediante el retorno a un sistema que es probadamente efectivo para obtener el resultado contrario. Independientemente de quién sea presidente, nos corresponde a quienes defendemos el progreso estar vigilantes e impedir que se destruya lo logrado.

Se le atribuye a Thomas Jefferson la frase “El precio de la libertad es la eterna vigilancia”. Hoy, más que nunca, nos corresponde asumir ese precio.