De la misma manera que la reputación de una gran empresa depende de las relaciones que esta desarrolle con sus ‘stakeholders’, es decir, con los grupos que pudiesen afectar o verse afectados por sus actividades –clientes, trabajadores, autoridades, comunidades aledañas, etc.–, con mayor razón la viabilidad de las grandes políticas públicas depende de que estas sean consensuadas con el conjunto de actores que pudiesen afectar o verse afectados por ellas: líderes políticos, organismos representativos de las partes afectadas, especialistas, la prensa y, sobre todo, la propia ciudadanía que se expresa ahora a través de las redes sociales, las encuestas de opinión y las tradicionales manifestaciones callejeras.
Una política pública eficaz empieza por recoger los puntos de vista de los distintos ‘stakeholders’ para luego afinar la política diseñada y finalmente desarrollar una estrategia de comunicación para cada sector, con voceros de gran credibilidad. Un buen ejemplo de que esto es posible es el acuerdo nacional que se forjó hace unos años para aprobar el tratado de libre comercio con Estados Unidos. Otro ejemplo más reciente es el consenso que se construyó para aceptar el fallo de La Haya sobre la delimitación marítima con Chile. Nada de esto ocurrió con la ‘ley pulpín’.
La aprobación de la ley de empleo juvenil en vísperas de Navidad y su posterior rechazo por parte de sus pretendidos beneficiarios es un buen ejemplo de cómo una buena idea puede naufragar por impericia política. Tal parece que fue el resultado de una propuesta tecnocrática concertada con un conjunto de congresistas de diferentes partidos unidos en el laudable objetivo de brindar un mayor acceso al empleo formal a jóvenes desempleados. Hoy se ve con claridad que ese acuerdo entre tecnócratas y legisladores estaba lejos de ser suficiente.
No siempre es fácil conversar con todas las partes afectadas. Hay sectores que carecen de representación –como los trabajadores informales– u otros que tienen dirigencias muy ideologizadas –como los gremios sindicales–. Pero lo que no se debe dejar de hacer es estudiar directamente lo que piensan los sectores que serán afectados por un cambio normativo, especialmente en los casos de representación inexistente o inadecuada. Para ello existen diversas técnicas de investigación, como los ‘focus groups’, los talleres deliberativos y las encuestas. La clave está en preguntar y escuchar a cada sector de la población por separado. En el caso de la ‘ley pulpín’, por ejemplo, es probable que las respuestas de los jóvenes sin educación hubiesen sido favorables al proyecto de ley mientras que la reacción de los universitarios hubiese sido negativa. Ese hallazgo habría ayudado a perfilar la norma, quizá limitándola al primer grupo.
A ninguna empresa privada moderna se le ocurre hoy lanzar un producto de consumo masivo al mercado sin haber estudiado la idea inicial con sus consumidores potenciales para ver si es atractiva; luego, las características del producto para ajustarlas a la demanda; y, finalmente, el plan de comunicaciones para lograr una introducción exitosa. El Estado debería aplicar estas buenas prácticas a sus iniciativas, especialmente cuando afectan a sectores muy amplios de la ciudadanía. Lamentablemente, esto rara vez ocurre.
Naturalmente, hay cambios difíciles de introducir, como los que implican desarrollar un régimen laboral más flexible que facilite la creación de empleos futuros, a costa de una pérdida de beneficios potenciales, pero no cabe duda que las reformas que enfrentan una mayor resistencia son las que requieren un estudio más riguroso de las actitudes de la población ante el sistema vigente y hacia los cambios proyectados. Solo así es posible desarrollar estrategias de comunicación que expliquen los límites del modelo dominante y los beneficios del cambio propuesto para el futuro.