Norma Correa Aste

El Perú vivió uno de los cierres educativos más prolongados del mundo. El conjunto del sistema educativo –desde el nivel inicial hasta las universidades– cerró en marzo del 2020 como respuesta al COVID-19, transitando hacia la educación remota de emergencia. Si bien esta fue una respuesta oportuna frente a los estragos de la pandemia, se prolongó injustificadamente: dos años escolares para la educación inicial y básica (marzo 2020-marzo 2022) y prácticamente tres años para la educación superior, llegando hasta marzo del 2023 (salvo excepciones que reabrieron campus y volvieron a clases presenciales en el transcurso del 2022).

Retomar la educación presencial fue una tarea compleja para la gestión pública y una demanda social incomprendida. Pedir el retorno de las clases presenciales allá por el 2021 fue una actividad de alto riesgo que implicaba recibir insultos y amenazas (“malas madres”, “madres ociosas”). De las redes sociales, la acción colectiva pasó a las calles, a los medios de comunicación y a las oficinas de instituciones gubernamentales. El 21 de agosto del 2021, el colectivo Volvamos a Clases Perú convocó a una marcha para demandar el retorno de las clases presenciales. Niños, adolescentes, madres, padres y educadores se movilizaron en diferentes puntos del país unidos bajo el lema: “Todo está abierto, faltan los colegios”. Dicha movilización marcó el inicio de una serie de acciones públicas, incluyendo un petitorio ante la Defensoría del Pueblo y nuevas movilizaciones a escala nacional en noviembre del 2021, contando con el valioso respaldo del Sutep y diversas instituciones públicas, privadas y de la sociedad civil. Gracias al concurso de múltiples buenas voluntades (que abundan en el Perú cuando nos unimos por un objetivo común) y el apoyo decisivo de expertos y tomadores de decisiones (destaco entre ellos a los exministros de Educación Jaime Saavedra, Juan Cadillo e Idel Vexler; a la expresidenta del Consejo de Ministros Mirtha Vásquez; a los congresistas Flor Pablo, Alejandro Muñante, Alejandro Cavero y Roberto Chiabra) se logró que el año escolar 2022 se iniciara con el mandato oficial de reabrir el 100% de las instituciones educativas y priorizar la educación presencial.

Llegamos a noviembre del 2024 y observamos con preocupación que en el Perú no aprendimos la lección. Desde el cierre educativo de marzo del 2020 debido a la pandemia, la lista de razones por las que se cierran las instituciones educativas se ha expandido: paros, la inmovilización obligatoria impuesta por el gobierno de Pedro Castillo el 5 de abril del 2022, el partido de repechaje Perú vs. Australia para Qatar 2022 y labores de mantenimiento en el campus de la principal universidad pública del país.

Salvaguardar la seguridad de la comunidad educativa es fundamental, pero no debe normalizarse el cierre obligatorio de colegios y universidades. De existir riesgos, deben promoverse respuestas focalizadas en el territorio, respetando la autonomía de las instituciones educativas.

Las clases remotas se han convertido en un parche para tapar problemas de gobernabilidad y reducir el costo político de las movilizaciones sociales. Además de las desigualdades en el acceso a computadoras, celulares, Internet y alimentación (pues ir a la escuela permite a muchos niños vulnerables recibir desayuno), no se consideran los impactos en los hogares y en el mundo del trabajo (¿quién cuida y asiste a los niños durante las clases remotas?). La política pública terceriza el problema en los hogares y se lava las manos.

El país que padeció un retorno tardío y desigual a las clases presenciales no debe aceptar cierres arbitrarios de servicios públicos esenciales como la educación. Es urgente una reflexión sobre los usos y abusos de las clases remotas en la educación peruana. ¿Quiénes ganan y quiénes pierden con las escuelas y los campus universitarios cerrados?

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.


Norma Correa Aste es profesora e investigadora en la Pontificia Universidad Católica del Perú

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