Martín Vizcarra declaró ante la prensa al realizar actividades en el Rímac. (Foto: Agencia Andina)
Martín Vizcarra declaró ante la prensa al realizar actividades en el Rímac. (Foto: Agencia Andina)
Fernando Rospigliosi

Presionado por el Gobierno, el atemorizado está aprobando a marchas forzadas las reformas constitucionales que propuso el presidente . Una de las más perniciosas es la que plantea el retorno a la bicameralidad con el mismo número de congresistas que hay actualmente, 130.

La reducida cantidad de parlamentarios y la Cámara única fueron creación de la dictadura de y Vladimiro Montesinos. Se usó el pretexto de que sería un Congreso menos costoso y más ágil y eficiente. La idea fue respaldada por la mayoría de la opinión pública, que desde hace mucho tiempo suele detestar a los políticos, particularmente a los congresistas.

En realidad, la intención de Fujimori y Montesinos era otra, establecer una dictadura de hecho bajo la apariencia de democracia, ya que en 1992, luego del golpe, se habían visto obligados a convocar elecciones para restaurar el Parlamento, presionados por los Estados Unidos y la comunidad internacional. Ellos trataban de evitar que funcione la característica fundamental de la democracia, la división y el balance de poderes. Un Congreso unicameral y pequeño es más fácil de controlar que el que existía, con dos cámaras y 240 parlamentarios (180 diputados y 60 senadores).

Un ejemplo claro de eso es lo que ocurrió el 2000. Fujimori se impuso en elecciones cuestionadas –Alejandro Toledo se retiró de la segunda vuelta arguyendo que no había garantías de imparcialidad– pero no tenía mayoría absoluta, como sí había logrado desde 1993. Montesinos resolvió el problema sobornando a un puñado de congresistas de oposición, con cuyos votos tenía nuevamente el control total. Realizar esa maniobra hubiera sido mucho más difícil y costoso en un Parlamento más numeroso y con dos cámaras.

O, para no ir tan lejos, Pedro Pablo Kuczynski (PPK) y su gobierno adquirieron en diciembre del 2017 los votos que necesitaban para evitar la vacancia canjeándolos por el indulto a Fujimori y otras prebendas. Y en marzo del 2018 trataron de hacer lo mismo, solo que esta vez fueron grabados y descubiertos en la artimaña, con las consecuencias conocidas.

El Congreso pequeño y unicameral tampoco ha resultado más barato ni más eficiente que el de antes.

Pero más allá de eso, un país con más de 23 millones de electores requiere un Parlamento más numeroso para poder representar adecuadamente a los ciudadanos, como bien ha explicado (El Comercio, 27/9/18). No obstante, aumentar el número de parlamentarios es una idea impopular –79% quiere un Congreso igual o más pequeño, según la última encuesta de Datum–, por eso es una necedad someterla a referéndum. Pero al gobierno de Martín Vizcarra, al parecer, le importa un comino mejorar el sistema político, el único empeño que parece haberlo guiado es aumentar su popularidad proponiendo la no reelección de congresistas y envolviendo ese proyecto, el único que les interesaba para ganar puntos en las encuestas, con otros para dar una apariencia de seriedad.

La propuesta del Gobierno arrasa groseramente con la proporcionalidad que debe existir entre el número de electores y sus representantes. Por ejemplo, Lima tiene poco más del 34% del electorado (8’019.611) y tendría solo 13% de representantes en el nuevo Parlamento (17 sobre 130, cuando proporcionalmente le corresponderían 44).

El Callao, con 792.637, e Ica, con 617.671 electores, tendrían tres representantes, igual que Moquegua (140.617) y Madre de Dios (103.724).

Lo que hace la iniciativa de Vizcarra es subrepresentar irracionalmente a las circunscripciones con más electores y sobrerrepresentar a las que tienen muy pocos.

Según Aldo Mariátegui, otro efecto perverso de esa nueva distribución es favorecer a la izquierda en desmedro de la derecha (“Perú 21”, 27/9/18).

El Congreso es ahora prisionero del Gobierno, que lo ha arrinconado poniéndole plazos perentorios que jamás debieron establecerse para un tema importante y complejo. Pero difícilmente puede negarse, tanto por la amenaza de disolución como por su catastrófica impopularidad. Una salida sería, como sugiere Tuesta, aprobar la bicameralidad y dejar la determinación del número y las circunscripciones electorales a una ley posterior, aunque el Gobierno no quiere eso.

El otro problema es el del referéndum. Reformas complejas como esas nunca deberían ser sometidas a un plebiscito, pero el Gobierno lo necesita para subir puntos en las encuestas y seguir acorralando al Congreso. Una opción sería, si se llega a aprobar el esperpéntico proyecto del Gobierno, que se le pueda derrotar en este punto en la consulta apelando al descontento que podría generar en departamentos populosos el recorte de su representación.