Patricia del Río

Y de pronto un día ya no puedes más. Despertarte te produce angustia, tener que convivir con tus pensamientos recurrentes se torna agotador. Y es entonces, en ese preciso momento, en que la no se presenta como una amenaza, ni como un riesgo, sino como un alivio. Como una vía que no siempre es un escape; a veces es un pasaje a la esperanza. Un boleto de ida a un lugar que se presume mejor.

“No puedo con mi estrella / Y me busco la muerte por las manos / mirando con cariño las navajas / y recuerdo aquel hacha compañera / y pienso en los más altos campanarios / para un salto mortal serenamente”. Así describe el poeta español Miguel Hernández la pulsión por la muerte que ante el dolor se ha transformado en deseo.

Aquel que da el paso casi siempre acaba con el sufrimiento. A dónde vaya o en qué se convierta sigue siendo la gran incógnita de la humanidad. Pero en el mismo instante en que el alivio le llega al hijo, al padre, a la hermana en forma de muerte, se yergue un muro de tormento para la madre, la hija, el hermano que se queda.

No siempre hay mucho que hacer cuando un ser querido ya tomó su decisión. No se puede persuadir a quien ya descartó la . Tal vez la pregunta que deberíamos hacernos es en qué pudimos ayudar para que esa persona no llegara a esos límites de sufrimiento extremo. ¿Algo de lo que somos o hicimos contribuyó a alimentar su profunda tristeza?

Para que ese cuestionamiento tenga algún sentido tiene que despercudirse de culpa, debe estar libre de remordimientos. Debe transformarse en una oportunidad para que los sobrevivientes abracemos la fragilidad de nuestra propia existencia y recordemos que antes de que la navaja sea una opción, hay salidas, hay terapias, hay ayuda.

No es fácil entender lo que pasa por la cabeza de alguien que decide irse. Ni siquiera es sencillo para el que ha estado parado en el mismo abismo y optó por alejarse del filo. Pero sí ayuda que miremos la depresión, la desesperación del otro, como una dolencia profunda que no puede pasarse por alto. Hemos transitado por la historia diseñando religiones, códigos morales y reglas para poner a salvo nuestro espíritu, pero cuando nos aqueja un serio padecimiento del alma lo ignoramos. Somos una sociedad capaz de considerar la homosexualidad como una enfermedad, pero creemos que la depresión, que puede llevarnos a la muerte, es un estado de ánimo que se supera con un poco de ejercicio, un cambio de look y saliendo de shopping.

Ni los lazos afectivos, ni los hijos atan cuando la tristeza te transforma en un enfermo terminal. Pocos días antes de la muerte de Diego Bertie tuve una profunda conversación con mi madre. Pura casualidad. Ella es un ser luminoso, inquebrantable, de una fortaleza que por desgracia no heredé. Siempre pensé que cuando pasaba por callejones oscuros en mi vida, ella no tenía idea de qué le hablaba. Estaba segura de que me acompañaba con su infinito amor, pero en la más absoluta ignorancia.

Mi madre, sin embargo, sabía. Esa noche me confesó que cuando éramos muy niños le pasó. Había perdido un bebe de casi seis meses de gestación y la angustia se apoderó de sus días y sus noches. Dice que el cuerpo se le congeló, que la calle mutó en un espacio hostil, el mundo en un territorio comanche. Tenía cuatro niños pequeños y me estaba contando, casi cincuenta años después, que en ese momento deseaba con todo su ser morirse, desaparecer, no tener que enfrentar otra mañana.

Mi mamá se quedó. Y de pensar lo que hubiera sido de mí si el dolor hubiera ganado la batalla me da vértigo, y entonces me alejo con calma de esa cornisa, y le doy la espalda para seguir trabajando y que todo mejore.

Patricia del Río es periodista

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