En las últimas semanas, la prevalencia del COVID-19, expresada en el número de nuevos contagios y fallecidos diarios, ha registrado una clara disminución, y las famosas curvas a las que venimos prestando atención desde el inicio de este trance parecen sugerir que nos estamos acercando a niveles bajos de contagio. Un escenario deseado pero que, como demuestran dos noticias dadas a conocer en los últimos días, no debe hacernos bajar la guardia.
Nos referimos, por un lado, a las declaraciones del viceministro de Salud Pública, Luis Suárez, quien ha señalado que cada vez tienen “menos dudas de que vendrá una segunda ola” de la pandemia a nuestro país –una posibilidad sobre la que múltiples expertos vienen advirtiendo–. Y por otro, a los resultados de la encuesta de El Comercio-Ipsos que se publicó ayer, que señala que el 44% de peruanos no votaría en las elecciones del 11 de abril si la emergencia sanitaria continúa hasta entonces.
Resulta innegable que esta crisis todavía nos tiene reservado más de un reto en las semanas y meses venideros y será vital que nuestras autoridades respondan con inteligencia. En primer lugar, para procurar que el posible repunte cobre la menor cantidad de vidas posibles y, también, para darle confianza y seguridad a la ciudadanía a fin de que el próximo año acuda masivamente a las urnas y participe en un proceso electoral que por ningún motivo puede postergarse.
Además, las circunstancias actuales ofrecen una serie de ventajas que el país no tuvo cuando empezamos a enfrentar al nuevo coronavirus. Tenemos tiempo entre nuestra situación actual y una eventual segunda ola para tomar medidas a fin de paliarla y los meses transcurridos nos han provisto de aprendizajes para hacerlo.
El Gobierno, por ejemplo, podría empezar a rastrear los nuevos casos de COVID-19 y monitorear con atención a los que han tenido contacto con ellos, una medida que se hacía sumamente difícil en los momentos más críticos de la pandemia. Asimismo, debería insistirse con mayor ímpetu en reclutar el apoyo del sector privado, cuyos canales de distribución y capacidad logística suelen ser más efectivos que los públicos. Ello podría contribuir a que el Estado se concentre más en preparar a los centros de salud para el golpe de un eventual repunte, para garantizar que tengan a la mano todos los pertrechos sanitarios necesarios. Aunque el tiempo quizá no sea muy largo, el ejemplo de los recientes sucesos en Europa debe animarnos a actuar.
Cómo se maneje lo anterior tendrá mucha influencia en la actitud de las personas hacia las elecciones del 2021. Si nuestras autoridades actúan de forma atinada, los ciudadanos confiarán más en la capacidad de estas para organizar jornadas de votación seguras el próximo año, especialmente si se considera que lo más probable es que para ese entonces aún no tengamos la posibilidad de llevar a cabo campañas de vacunación masiva –quizá ni exista la vacuna todavía–. La comunicación, empero, también jugará un rol importante. No solo se trata, pues, de implementar medidas de seguridad, sino de que los participantes estén al tanto de cómo estas funcionarán el día de los comicios. Si el Ejecutivo alguna vez decidió emplear el miedo como estrategia para que la gente no se expusiese a sí misma ni a sus seres queridos, hoy debe empuñar la tranquilidad como arma.
En suma, a pesar de que nuestros números están mejorando, en lo que concierne a la epidemia del COVID-19 aún hay nubes negras a la vista. Tenemos que prepararnos para navegarlas con astucia toda vez que, como se ve, el problema no solo puede terminar con la vida de miles de compatriotas, sino poner en peligro la columna vertebral de nuestro sistema democrático.
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