La economía es implacable con las políticas públicas erradas. Según información reciente del INEI, la tasa de desempleo para jóvenes de entre 18 y 24 años subió 4,9 puntos porcentuales hasta alcanzar 12,9% durante el último trimestre del 2014. Esta tasa es la más alta entre todos los segmentos de edad registrados. En contraste, en el mismo período, el desempleo entre adultos de 25 a 44 años se redujo 0,5 puntos porcentuales, y en 0,2 puntos porcentuales para aquellos mayores de 45 años.
En este contexto, resulta imposible no dibujar una relación entre los desalentadores resultados del mercado laboral para jóvenes y la derogación de la ley de promoción del empleo juvenil, también llamada ‘ley pulpín’. Como se recuerda, esta norma proponía que, por un plazo de cinco años, los jóvenes que recién empezaran su vida laboral y que fuesen contratados bajo esta modalidad pudiesen estar sujetos a contratos de tiempo determinado, las empresas que los contraten gozaran de incentivos tributarios para su capacitación, y disponía además algunas reducciones en beneficios laborales como gratificaciones, vacaciones y CTS.
Como también se recuerda, luego de haber sido aprobada por el Congreso y rubricada por el presidente, la ley fue derogada con 91 votos a favor (que incluían a siete miembros del mismo partido de gobierno que la propuso), 18 en contra y 5 abstenciones apenas semanas luego de su promulgación.
¿Cuál era la motivación del Ejecutivo para promover inicialmente esta normativa? En primer lugar, los autores del proyecto reconocían que los aspectos más rígidos de la legislación peruana, y que impiden la creación de nuevo empleo, son los efectos de los impuestos sobre la productividad (puesto 104 de 144 países según el Foro Económico Mundial) y las prácticas de contratación y despido (puesto 130 –en el decil inferior del mundo–).
La rigidez del mercado laboral peruano no es baladí para los jóvenes. Para la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el nivel de empleo juvenil –a diferencia del empleo de adultos, sobre todo hombres, en el pico de su edad productiva– es particularmente sensible a la flexibilidad con que se pueda negociar su contratación, despido y salario. Más regulación, es decir, significa mucho menos empleo formal para los jóvenes. La evidencia empírica para más de 70 países, desarrollados y en desarrollo, durante casi 20 años así lo demuestra.
En segundo lugar, la enorme situación de precariedad que se extiende en el mercado laboral peruano es aun más acentuada entre los menores de 24 años. Según datos de la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho), tan solo uno de cada diez jóvenes trabaja en el sector formal con todos los beneficios. El resto, la enorme mayoría, labora sin acceso alguno a vacaciones, seguro de salud, ni condiciones mínimas de seguridad.
Es en este punto que se hace paradójico reconocer que hayan sido justamente aquellos políticos que más claman defender a la población más vulnerable quienes hayan dado la espalda a los que trabajan en las peores condiciones. Agitando la bandera de la reivindicación de derechos y en supuesta representación de la mayoría, los políticos optaron por defender los beneficios de unos pocos privilegiados –que, dicho sea de paso, no los iban a perder– a costa de mantener excluido al resto.
En suma, la derogación de la ‘ley pulpín’ –que ciertamente no era una bala de plata contra la informalidad laboral, pero apuntaba en el camino correcto– fue quizá la muestra más palpable de los últimos años de la hipocresía, demagogia y manipulación que aún se mantienen enquistados en nuestra clase política. En un sistema político que además adolece de rendición de cuentas y memoria colectiva, las consecuencias de esta y otras decisiones, lamentablemente, no las sufren quienes de manera irresponsable se aprovecharon de la oportunidad para cosechar réditos políticos, sino quienes vieron perdida, una vez más, su oportunidad de acceder a un empleo de buenas condiciones a causa del populismo rampante de quienes toman las decisiones.