Una de las principales ventajas que tiene el sector público sobre el sector privado es que el primero puede hacer las reglas a las cuales el segundo debe ceñirse y también, de paso, genera sus propias normas de comportamiento. La consecuencia, por supuesto, son pautas distintas, varas diferenciadas, que otorgan mayor flexibilidad al aparato estatal y dejan en desventaja a la actividad privada. En el caso del mercado laboral, los contrastes son abrumadores.
Esta semana, el Tribunal Constitucional (TC) fijó como precedente vinculante que los trabajadores contratados por el Estado bajo el régimen de Contratación Administrativa de Servicios (CAS) y bajo el régimen del Decreto Legislativo 728 con contratos temporales no podrán ser repuestos en caso de despido, sino que solo accederán a una indemnización. Esto, en la práctica, hace más flexibles los regímenes laborales del aparato estatal. El alcance de este fallo no es corto. De los aproximadamente 1,5 millones de trabajadores del sector público, un tercio de ellos cae en las categorías mencionadas.
Esta facilidad para cortar el vínculo con trabajadores que ya no son necesarios para la institución es exclusiva del sector público. Como hemos recordado en editoriales anteriores, la disolución de la relación laboral es especialmente complicada en el Perú para el sector privado. De hecho, el país se ubica en el puesto 130 entre 144 países evaluados por el Foro Económico Mundial en cuanto a facilidad para contratar y despedir trabajadores –es decir, en el decil inferior del mundo–. Esta situación se vio incluso agravada a mediados de abril pasado debido a un fallo de la Corte Suprema que estableció criterios aun más rígidos para la aplicación del despido justificado.
Pero no es únicamente la facilidad de despido lo que diferencia a los más de 10 regímenes en la actividad pública de la actividad privada. En el caso de los contratados bajo CAS, por ejemplo, no aplica la remuneración mínima vital (RMV), el período de vacaciones se ve reducido a la mitad y no existen gratificaciones de julio y diciembre.
Todo ello, por supuesto, aparte de las facilidades respecto a la temporalidad de los contratos. Es decir, el sector público reserva para sí condiciones de contratación mucho más flexibles que aquellas que ofrece al sector privado formal.
Pese a todas las facilidades, el Estado de hecho resulta ser un pésimo empleador. Según la Asociación de AFP (AAFP), en el 2014, el Estado era su mayor deudor con un saldo que superaba los S/.10.000 millones –monto mayor a la deuda conjunta de todas las empresas privadas a las AFP–. Estos pasivos datan de 1993, año en que empezó a funcionar el sistema privado de pensiones. El Estado también tiene enormes obligaciones pendientes con Essalud, entidad a la que adeuda casi S/.2.000 millones.
El toque irónico de los malos manejos en política laboral del sector público vino el año pasado a causa de una huelga del Sindicato de Inspectores de Trabajo por incumplimientos de la misma Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (Sunafil).
Más allá, sin embargo, de las malas prácticas de parte del aparato estatal, lo cierto es que las facilidades que el mismo Estado se otorga en sus relaciones laborales son un reconocimiento implícito de que las condiciones que le exige al sector privado no son eficientes para alcanzar los objetivos de las organizaciones –sean estas públicas o privadas–. ¿O existe, acaso, algún motivo de fondo por el cual el ejecutivo de un banco o el cajero de un supermercado deban tener estabilidad laboral cuasi absoluta y 30 días de vacaciones, pero no así el asesor principal del Ministerio del Interior o el verificador de fiscalización de la Sunat?
Después de todo, no debería haber indicador más claro de la necesidad de repensar las condiciones laborales formales que el que sea el mismo Estado el que las determine y el que a la vez decida exceptuarse a sí mismo de ellas o, llanamente, incumplirlas.