Decía Julio Ramón Ribeyro que el que no conoce las tristezas deportivas no conoce nada de tristeza. Para quienes llevamos muchos años viéndolo, pensamos que a cierta edad el fútbol ya nos lo ha enseñado todo sobre aquella. Sobre la que aflora, por ejemplo, cuando ves a tu equipo caer en una final, recibir un gol en el último minuto o sentir que ha sido víctima de una injusticia –real o no– arbitral.
Pero nada de lo que el fútbol te haya enseñado antes te prepara para encajar una derrota en un repechaje luego de haber sobrevivido a las que muy probablemente sean las Eliminatorias más duras del mundo. Y, sin embargo, en los próximos días los peruanos tendremos que descubrir también cómo aprender a sobrellevarla.
Ayer, la selección perdió por penales contra Australia y quedó afuera del Mundial de Qatar 2022. Jugando muy lejos de la versión que todos conocemos y que en el último tramo de las Eliminatorias sudamericanas nos permitió remontar lo que había sido un inicio poco auspicioso (consiguiendo apenas 1 punto de 15 posibles), el equipo de todos no pudo marcarle a un rival que en la planificación y en el desarrollo del partido fue superior.
Por supuesto que la frustración que supone una caída así (probablemente la más desoladora que nos ha tocado y nos tocará encajar como hinchas) nos acompañará durante mucho tiempo. Pero, a pesar de todo y antes de pasar la página, es imposible no dedicarle algunas líneas a un equipo que, a estas alturas, nos ha dado más de lo que hasta hace un puñado de años el aficionado más optimista podría haber vaticinado.
Basta con recordar que el mismo grupo que perdió ayer fue aquel que menos de tres meses atrás nos dio la inmensa alegría de acceder por segunda vez consecutiva a un repechaje luego de tantos procesos en los que nos quedamos deambulando en el sótano de las clasificatorias. Ese equipo que nos hizo tan felices tantas veces y al que hoy nos toca abrazar más fuerte que nunca fue el mismo que nos dio el orgullo de volver a sentirnos competitivos. Y esta no es una sensación, es estadística.
Desde que Ricardo Gareca y su comando técnico asumieron la dirección del equipo a inicios del 2015, la selección peruana disputó cuatro Copas América y dos Eliminatorias. Y en todas compitió. En la Copa América, consiguiendo llegar en tres ocasiones a las semifinales (incluyendo aquella campaña inolvidable en Brasil que nos permitió disputar una final luego de 44 años) y en las Eliminatorias, logrando el quinto lugar en dos ocasiones seguidas. En ambos procesos, vale recordar, nuestra selección consiguió quedar por encima de escuadras que –en el papel– parecían superiores.
No obstante lo anterior, también es justo decir que el éxito de la selección siempre maquilló –y por momentos invisibilizó– el desastre del fútbol local (donde el nivel de los equipos suele ser bastante paupérrimo) y otros problemas estructurales.
En este último tiempo, además, también nos permitió distraernos de la chatura de nuestra clase política, de las acusaciones de corrupción de nuestras autoridades y de su patente incapacidad para ponerse de acuerdo y trabajar para todos los peruanos. Y si precisamente algo en estos últimos siete años (en los que hemos tenido un solo entrenador y, por el contrario, seis presidentes) nos permitió olvidarnos un poco de la barahúnda política, del estado de polarización permanente en el que parecemos vivir, de los estragos económicos, de la máquina de sufrimiento que significó para nuestro país la pandemia del COVID-19 y del resto de amenazas que todavía se avizoran en el horizonte (como la crisis alimentaria), ese fue justamente el equipo de Gareca.
Gracias, muchachos, a pesar del dolor que nos embarga ahora, por todo aquello que nos han regalado en los últimos años. Vendrá otro proceso en el que, con la fuerza de todos, volveremos a ser protagonistas. Porque, a fin de cuentas, entre todas las cosas que nos otorga el fútbol no solo está la tristeza, sino también la revancha.