A pesar de todas las evidencias de corrupción y obstrucción de la justicia acumuladas en contra del expresidente Pedro Castillo, hasta la semana pasada aún gozaba de la aprobación de uno de cada cuatro peruanos, aproximadamente. Si a ello se le suma el aplastante rechazo que concita el actual Congreso, no era imprevisible que la justificada vacancia y detención de Castillo –como consecuencia de su golpe de Estado y seguida de la toma de mando de su vicepresidenta, Dina Boluarte– haya causado malestar en muchos peruanos.
Quienes mantuvieron una visión positiva del expresidente y de sus actitudes –que este Diario no comparte, pero siempre respeta– tienen todo el derecho de manifestar su disconformidad con la actual situación. Y las marchas pacíficas, por supuesto, son uno de los canales de expresión a su disposición.
Cualquier manifestación pacífica, sin embargo, ha sido ampliamente opacada por la inaceptable violencia de grupos organizados minoritarios que, aprovechando la coyuntura, decidieron explotar el momento de mayor debilidad política para golpear al país donde más duele. No es momento de ser ingenuos. Estas no son acciones espontáneas y quienes las acometen no son “el pueblo”. Ninguna persona, por más legítimamente indignada que esté con el devenir político, decide de un día para el otro organizarse para incendiar aeropuertos, instalaciones eléctricas, comisarías, sedes de la fiscalía y del Poder Judicial, y otros puntos neurálgicos en el funcionamiento normal de los servicios públicos. Esas no son expresiones de disconformidad política y no deberíamos aceptarlas como válidas bajo ningún supuesto.
El claro objetivo era causar la mayor disrupción posible a la vida regular de los ciudadanos y forzar una respuesta contundente de parte del Estado. No debería tampoco sorprender. Informes de la policía dan cuenta de la presencia organizada de conocidos agitadores, de militantes activos del Movadef y de investigados por terrorismo en los disturbios en, al menos, Lima e Ica. La similitud de los ataques a lo largo de diversas regiones sugiere que las coordinaciones tenían escala nacional.
Los mismos fines que persiguen estas bandas criminales a través de la extorsión han sido ahora adoptados –desvergonzadamente– por grupos políticos con asiento en el Congreso. Sus demandas, se sabe de sobra, son imposibles de cumplir sin romper el orden constitucional, pero se insiste en ellas, aun así. La libertad del expresidente Castillo, el cierre del Congreso y la convocatoria a una asamblea constituyente son parte de la plataforma compartida entre agitadores y legisladores afines al castillismo. Los primeros la exigen a piedrazos, los segundos con arengas de hemiciclo. El objetivo último es el mismo: la captura del poder total, libre de esas instituciones de balance democrático que tanto importunaban al golpista Castillo cuando pretendió cerrarlas o “reorganizarlas” en su último y triste acto público como jefe del Estado.
Mención especial en estos difíciles acontecimientos merecen las Fuerzas Armadas (FF.AA.) y la Policía Nacional del Perú (PNP). Si el Perú no ha sucumbido a los intentos de captura que han ensayado recientemente los autoritarios y violentos, eso se debe a su trabajo en defensa de la institucionalidad y el Estado de derecho. La historia hubiese sido muy distinta sin su apoyo. De acuerdo con la Defensoría del Pueblo, hay 268 policías heridos como consecuencia de las últimas intervenciones para controlar los disturbios. Aunque también es necesario resaltar que se han registrado algunos abusos y excesos entre algunos efectivos policiales que deben ser debidamente identificados y sancionados.
El riesgo para el Perú hoy no es que los vándalos se impongan mediante la violencia. Eso no parece posible en la actualidad. Las fuerzas del orden tienen la capacidad y la resolución para contenerlos. El riesgo real es que el país pierda la capacidad de diferenciar las respuestas que deben recibir, de un lado, las manifestaciones ciudadanas legítimas y, del otro, el chantaje criminal. A esa confusión un Estado que defiende los derechos de sus ciudadanos jamás se debe prestar. Las líneas rojas son clarísimas, aun si políticos oportunistas e inescrupulosos pretenden desconocerlas.