En estos tiempos de pandemia, en los que muchos vaticinan grandes alteraciones globales, hay cosas que no cambian: las dictaduras que existían antes del COVID-19 siguen siendo dictaduras y, para ser honestos, no parece que vayan a derrumbarse pronto. Esto último, sin embargo, no quiere decir que debamos resignarnos a no ponerles el foco encima en los momentos en los que tratan de aprovechar la zozobra mundial para continuar con sus tropelías.
Y en estas últimas semanas, mientras la comunidad internacional batallaba contra el coronavirus, el chavismo ha comenzado a abonar el terreno para hacerse ilícitamente con las elecciones parlamentarias (que deben celebrarse este año) y, de esta manera, liquidar el último bastión de democracia que le queda a Venezuela: la Asamblea Nacional Legislativa (ANL). La cuestión no es baladí porque la Carta Magna venezolana estipula que, ante un vacío presidencial, el titular de la ANL se encarga transitoriamente del país hasta que se celebren elecciones y, con esa base, Juan Guaidó juró como presidente encargado de Venezuela en enero del 2019 y fue reconocido por más de 50 países –el Perú entre ellos– como tal.
Pero veamos los tres hechos que componen el más reciente asedio chavista.
Comencemos por el último de ellos. Entre el lunes y el martes de esta semana, el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) venezolano –servil al régimen de Nicolás Maduro– destituyó a las direcciones de dos de los principales partidos políticos de la oposición y las reemplazó por directivas ad hoc que, según varios observadores, son menos beligerantes con el chavismo. Las organizaciones descabezadas son Acción Democrática (cuna de los expresidentes Rómulo Betancourt y Carlos Andrés Pérez) y Primero Justicia (del excandidato presidencial Henrique Capriles). En el caso de esta última, además, el TSJ nombró coordinador nacional al diputado José Brito, que había sido expulsado hace meses de la organización por denuncias de corrupción.
Pero el asedio contra los partidos opositores no acaba allí. A finales de mayo, el fiscal general de Venezuela, Tarek William Saab, pidió al TSJ que declarara a Voluntad Popular (el partido de Leopoldo López y de Guaidó) como organización terrorista. Según dijo Saab, el partido tiene “una historia criminal y una génesis neonazi” y los acusó, entre otras cosas, desde participar en golpes de Estado hasta el desabastecimiento del país por alentar las sanciones internacionales. Hace dos días, la Sala Constitucional del TSJ se declaró incompetente para resolver el pedido fiscal y lo trasladó a la Sala de Casación Penal, pero el peligro permanece.
Finalmente, la semana pasada el TSJ nombró a los nuevos integrantes del Consejo Nacional Electoral (CNE), el órgano encargado de los procesos electorales en el país caribeño. El CNE carece hoy de cualquier vestigio de credibilidad y, por eso mismo, la oposición y el chavismo llevaban meses tratando de llegar a un acuerdo para nombrar a sus nuevos miembros, de modo que se pueda certificar la transparencia de las próximas elecciones parlamentarias. Sin embargo, como ha hecho el régimen cada vez que la oposición ha intentado de buena fe llegar a acuerdos con ellos (en Santo Domingo o en Oslo), les dio un portazo en la cara y nombró una nueva junta electoral que no garantiza nada. El atropello ha merecido el rechazo de 13 países del Grupo de Lima –entre ellos el Perú– y el de la Unión Europea. Incluso España, cuyo Gobierno difícilmente puede calificarse como crítico al chavismo, le ha pedido al régimen que “reconsidere su decisión”.
Si unimos los tres hechos, el plan chavista queda al desnudo. Controlar al árbitro electoral y maniatar a los partidos políticos opositores más importantes para lograr aquello que no conseguiría limpiamente: hacerse con el control del Parlamento en elecciones libres. O, en otras palabras, terminar de matarlo. Sin embargo, como ha ocurrido tantas veces, el hecho de que la jugada esté tan cantada no significa necesariamente que vaya a encallar.