La elección que haremos mañana para un próximo alcalde de Lima viene montada, entre otra serie de problemas lamentables, sobre una ilusión sin fundamento: a saber, la idea de que el próximo alcalde o alcaldesa de Lima podrá solucionar el problema del transporte en la ciudad. Un problema que, con todas sus derivaciones de inseguridad, contaminación (atmosférica, sonora y visual), tiempo perdido cada día, corrupción y demás, es sin duda uno de los más severos que aquejan a nuestra muy torturada capital.
Esto no quiere decir, desde luego, que el nuevo alcalde no pueda hacer cosas importantes para mejorar la situación del transporte. Pero quiere decir, sí, que lo que haga nunca podrá ser una solución integral por la sencilla razón de que el alcalde de Lima no es, ni mucho menos, la única autoridad con vela en el entierro de nuestro tráfico capitalino, ni tiene tampoco jurisdicción sobre las otras autoridades competentes. Tienen también jurisdicción –muchas veces sobrepuesta y contradictoria– los ministerios de Transportes y Comunicaciones, de Vivienda y del Interior; la Municipalidad Metropolitana de Lima (MML), la Municipalidad Provincial del Callao y las múltiples municipalidades distritales; el Ositrán y la Sutrán; y un largo etcétera.
Un ejemplo de cómo lo anterior puede complicar un intento de ordenamiento por parte de la autoridad metropolitana lo da el propio corredor azul. Para crear el corredor tuvieron que reestructurarse 14 rutas pertenecientes al Callao (que otorga permisos para circular en rutas de transporte público que van hasta los rincones de Lima más alejados del puerto). Se sostenía que los permisos dados por el Callao eran ilegales. El Callao, sin embargo, se reafirmó en ellos y empoderó así a la huelga de transportistas que tanto ruido hizo contra el corredor.
Otro ejemplo fue el de la infausta Orión y otras empresas como ella. Cuando luego de varias muertes por atropello estalló el escándalo de los choferes y buses de esa empresa que circulaban con hasta 100 papeletas (por chofer) y con violaciones graves impagas, el asunto desembocó en una gran lavada de manos en la que se pasaban la culpa la MML y el MTC, con la policía de fondo. Otro ejemplo casi idéntico fue el de las piedras mortales de la Costa Verde, donde nunca acabó de quedar claro quién tenía la responsabilidad de que el problema no se hubiese solucionado.
El tema ambiental es otro caso grave. Según la OMS, la calidad del aire de Lima es la peor de toda América Latina y su principal fuente de contaminación es el parque automotor capitalino. Y, sin embargo, no hay mucho que se pueda hacer al respecto porque la MML y el MTC se han venido pasando la responsabilidad para regular y supervisar el tema de las revisiones vehiculares.
Así pues, es muy probable que, en lo que toca a la impostergable reforma estructural del transporte que requiere nuestra ciudad, la principal labor del alcalde no esté en las medidas que él pueda dar –sin restarle, nuevamente, la importancia a estas– sino en movilizar a la opinión pública para presionar a otra autoridad a que dicte una. Es el Congreso el que debería constituir una autoridad autónoma (a la manera de la que tienen Santiago o Bogotá) con capacidad exclusiva para regular, fiscalizar y sancionar todos los temas del transporte limeño. Lo hemos dicho ya y lo repetimos ahora: no puede esperarse que ahí donde no hay un responsable individual nadie se sienta particularmente obligado a responder. Para poder exigir resultados, hay que tener a quién hacerlo; hay que, en otras palabras, individualizar responsabilidades. Si tan solo logra eso –una autoridad autónoma para el transporte limeño con responsabilidades y poderes bien definidos– el nuevo alcalde ya habrá logrado la más de fondo de las reformas que requiere urgentemente nuestro hasta hoy infernal transporte.