Si hubiese un solo aprendizaje que el país se debiera llevar de la tragedia actual, es la necesidad de mejorar el sistema de salud.
En ese sentido, ha sido interesante la iniciativa del presidente Martín Vizcarra, planteada en su discurso de Fiestas Patrias, para integrar el Seguro Integral del Salud, del Ministerio de Salud (Minsa), y Essalud. “Nuestros ciudadanos se ven impedidos de ejercer plenamente su ciudadanía en salud, condicionados por dos sistemas que trabajan bajo diferentes lógicas que no permiten acceder a servicios públicos disponibles. El COVID-19 nos demuestra que no es razonable mantener la fragmentación”, mencionó entonces, aunque sin profundizar en cómo se alcanzaría la meta, cómo se financiaría, y cuáles sería los pasos intermedios.
Si bien la ministra de Salud, Pilar Mazzetti, puso algunos paños fríos a la idea al mencionar que “es un sueño” unir ambos sistemas y que el avance será progresivo a lo largo de años, el camino puede ser el adecuado. La pandemia ha sacado a relucir las ineficiencias y contradicciones de mantener dos sistemas públicos de salud paralelos, con financiamientos distintos, que no consiguen interactuar entre sí para dar atención básica a sus asegurados. Las noticias de pacientes que fallecen por no ser recibidos en uno u otro nosocomio público son ya tristemente habituales, y también, hay que decirlo, una de las mayores vergüenzas para cualquier Estado que tenga por objetivo proteger a sus ciudadanos a través de la salud pública.
La integración no será fácil. Estandarizar y transparentar los costos de procedimientos, así como facilitar los intercambios prestacionales, ha probado ser un reto enorme que requerirá habilidades de gestión y, sobre todo, voluntad política para enfrentarse con intereses particulares creados en cada sistema de salud pública. El tamaño de las instituciones es gigantesco (más de 10 millones de asegurados en Essalud y más de 20 millones en el SIS), por lo que mover estas estructuras –cada una con sus cuotas de poder– no es una tarea menor y demandará consensos.
Por su parte, la naturaleza de la administración, que actualmente se divide entre las descentralizadas direcciones regionales de salud y la centralizada Essalud –adscrita al Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo (MTPE)– será también materia de disputa por el control político y presupuestal entre distintos niveles de gobierno.
Finalmente, uno de los puntos más difíciles de conciliar será el financiamiento. Como se sabe, mientras el SIS depende principalmente del Tesoro Público –es decir, de impuestos–, Essalud se financia con los aportes de sus afiliados, cuyos empleadores contribuyen con un porcentaje –típicamente 9%– de su planilla. Desanclar parte del costo de Essalud de las planillas puede ser también un incentivo a la formalización y a la vez forzar a un sinceramiento en el número de beneficiarios del SIS.
Con este objetivo tan ambicioso, que se lograría a lo largo de varios años, quizá el principal aporte que podría dejar la actual administración es una hoja de ruta clara para el próximo gobierno y la conciencia entre la población de que este es un asunto fundamental. El 2021 no debiera ser aquí un borrón y cuenta nueva.
A largo plazo, un sistema unificado tendría que garantizar que la salud es realmente un derecho efectivo, y no de papel, para los peruanos; que las necesidades de la población vulnerable están cubiertas con recursos públicos; que aquellas familias que pueden pagar alguna suma por su seguro de salud efectivamente lo hagan, y que el sector privado sea una opción complementaria. A corto plazo, se requiere, por lo menos, una cuota de voluntad política. Ese primer paso parece haberse dado.