Como sucede en cualquier hogar cuando, de forma súbita, los ingresos se reducen y los gastos crecen, el Estado Peruano ha tenido que pedir dinero prestado para financiar la emergencia sanitaria y económica. De acuerdo con el Consejo Fiscal, comisión autónoma y técnica del sector público, del 2019 al 2021 la deuda del Estado subiría de 26,8% a 35,4% del PBI. En la medida en que los gastos se mantengan bajo control y los ingresos tributarios recuperen velocidad, recién a partir del 2033, en 12 años, se volvería al límite de deuda establecido de 30% del PBI. Si bien el Perú mantiene una posición macroeconómica sólida a pesar de este duro golpe, la reconstrucción de la fortaleza fiscal será un camino arduo.
Nada de esto parece ser parte de las preocupaciones de los candidatos presidenciales aún en carrera. De un lado y de otro, las promesas de gastos desmedidos han inundado la campaña. Por ejemplo, en los últimos días, la lideresa de Fuerza Popular, Keiko Fujimori, anunció que, durante un eventual gobierno suyo, entregaría S/10.000 a las familias que hayan perdido a un integrante a causa del COVID-19. Tomando en cuenta que el número oficial de fallecidos del Ministerio de Salud supera los 60.000, el presupuesto necesario sería de más de S/600 millones; si se contasen los fallecidos según el Sinadef, el monto casi se triplicaría y sería equivalente a todo el presupuesto para inversión en el sector Vivienda de este año.
La misma candidata ha prometido también la construcción de 3.000 colegios (cuyo precio unitario puede variar significativamente), duplicar el monto de transferencia del programa Pensión 65, crear otra vez un ministerio de pesquería, entre otras iniciativas de gasto significativas. Ante su lugar poco auspicioso en las encuestas de preferencia para la segunda vuelta electoral, la aspirante presidencial parece haber encontrado en el dispendio fiscal una nueva veta por explotar para cerrar diferencias con su rival.
Pedro Castillo, candidato de Perú Libre, no se queda atrás en esta carrera de derroche. Por lejos su propuesta más avezada fiscalmente es la ampliación del presupuesto para salud y educación a 10% del PBI en cada uno. Como se ha mencionado en ocasiones anteriores, se trata de un imposible fiscal, ya que ni todo el presupuesto de la república suma 20% del PBI. A esto se le adiciona el costo de la creación de un ministerio de ciencia y tecnología, y la reducción de la edad de acceso de Pensión 65 a 60 años.
Luego, en una suerte de subasta de fajines, el docente indicó que “los ministros tienen que ser elegidos por su sector. Los maestros elegirán a su ministro de Educación, los agricultores al ministro de Agricultura, los médicos a su ministro de Salud, porque se trata de conducir al pueblo y gobernar para el pueblo”. Así, para el candidato, cuando de formar redes clientelares se trata, el hecho que la prioridad del ministro de Educación deban ser los alumnos y no los profesores, o que la del ministro de Salud deban ser los pacientes y no los médicos, pasa a segundo plano.
En términos generales, estas promesas se pueden dividir en dos grupos. Las primeras son aquellas que suponen un gasto fiscal peligroso para la deteriorada situación macroeconómica, y que a cambio no obtendrían resultados sociales que las justifiquen. Las segundas son aquellas imposibles de implementar por su costo o inviabilidad legal. Estas últimas suponen promesas incumplidas y expectativas frustradas que erosionan ya no la base fiscal, sino la confianza en el sistema democrático.
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