Aunque Estados Unidos está lejos de ser un país perfecto, siempre ha podido sentirse orgulloso de la solidez de su sistema democrático. Sin importar las crisis, las guerras y las divisiones que pudiese haber en el interior de su sociedad, la celebración de procesos electorales cada cuatro años siempre ha estado garantizada y el traspaso pacífico y civilizado del poder de un presidente a otro, cuando llegaba el momento, se ha dado por descontado.
Los modales democráticos de los contendores, por su parte, también han sido una constante, con el candidato perdedor aceptando hidalgamente su derrota, felicitando al mandatario electo y deseándole lo mejor para su gestión. En todos los casos, circunstancias que ratificaban la confianza del país en los comicios y, en consecuencia, en su institucionalidad.
Pero el presidente Donald Trump se ha propuesto minar todos y cada uno de estos principios al tratar de echarle sombras al proceso que, según parece, devendrá en el final de su mandato.
En los últimos días, en efecto, desde su cuenta de Twitter y ante los medios de comunicación, el señor Trump se ha preocupado por cosechar una narrativa que había venido sembrando desde hace varios meses: fuerzas oscuras tratarían de robarle la elección por medio de un fraude. Así, y con mayor potencia conforme los resultados han ido favoreciendo al demócrata Joe Biden, el jefe de Estado ha acusado que él “gana fácilmente la elección a la presidencia de Estados Unidos con votos legales”, ha reclamado que se “detenga el conteo [de votos]” y ha puesto en tela de juicio la legitimidad de los votos emitidos por correo. Todo sin presentar prueba alguna de sus imputaciones.
Como se sabe, la naturaleza del sistema electoral estadounidense supone procesos de conteo que pueden tomar varios días en tiempos normales. La pandemia, sin embargo, ha traído consigo una nueva serie de complicaciones, con muchas cédulas presentadas vía el Sistema Postal de Estados Unidos, otras tantas emitidas por medio de votos adelantados y, en general, un escrutinio que debe desarrollarse con múltiples personas haciendo su trabajo en espacios confinados. Ello, sumado a que cada estado determina cómo conduce los comicios, plantea una situación donde la paciencia debe imperar. El presidente, empero, ha aprovechado esta circunstancia para insistir con sus confabulaciones y para asegurar que lo ocurrido debe llegar a la Corte Suprema, un escenario en el que parece estar seguro de que se le dará la razón.
Los riesgos de esta actitud son evidentes. Además de amenazar la institucionalidad de su país, el señor Trump está atizando la pasión de sus seguidores, especialmente la de aquellos más inclinados a la violencia. Asimismo, está planteándole obstáculos a una transición pacífica y fluida, fundamental en una coyuntura en la que Estados Unidos está registrando decenas de miles de contagiados por COVID-19 al día y cientos de fallecidos.
Lo más lamentable, empero, concierne al bache que sus elucubraciones están suponiendo para un sistema que ha sido visto por mucho tiempo como un ejemplo para todo el mundo. A través de su renuencia a dejar el poder respetando la voluntad popular, está acercando la presidencia de Estados Unidos a las prácticas de los regímenes autoritarios que por tantos años el país norteamericano se ha ufanado de combatir. El daño, entonces, es tan tangible como simbólico.
En suma, a quienes observan con preocupación lo que ocurre en EE.UU. no les queda más que esperar que las instancias pertinentes se pronuncien a favor de aquello que la ciudadanía ha expresado en las urnas. Por el momento, todo parece indicar que Joe Biden será el ganador y nada evidencia que haya habido trampas o fraude. El comportamiento de Donald Trump es solo un machetazo de ahogado y queda esperar que los perjuicios que este genere no sean tan graves.
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