Son dos los frentes de ataque a través de los cuales el Congreso ha puesto en riesgo varios pilares del sistema económico en los últimos meses. El primer blanco han sido las reglas de juego en las que se desarrollan las empresas y los trabajadores. Sectores como el financiero, agroexportador y previsional han sufrido embates sin mayor sustento técnico, y que ponen en cuestión la estabilidad del sistema para el resto de actores económicos. El segundo frente es el equilibrio fiscal y la operatividad regular del Estado. Aquí se cuentan normas como el esfuerzo para eliminar el régimen CAS o la devolución de los aportes a la ONP.
Es justamente en este segundo flanco que se enmarca la reciente derogación por insistencia del decreto de urgencia (D.U.) que establecía disposiciones generales para la negociación colectiva en el sector público y para la reincorporación laboral por mandato judicial. Como se recuerda, este D.U. fue aprobado en enero del año pasado y ponía límites a lo que se podía acordar a través de negociación colectiva. Entre otros asuntos, se establecía que los resultados de cualquier convenio colectivo o laudo arbitral en una municipalidad, ministerio u otra entidad pública tenía que estar en línea con un informe económico financiero elaborado por el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF). Es decir, el MEF tenía la potestad de poner límites a los salarios del sector público en función de la disponibilidad presupuestaria. El inciso 6,4 establecía que, “si el convenio colectivo o el laudo arbitral contraviene lo establecido en el Informe Económico Financiero, se configura causal de nulidad del respectivo convenio colectivo o el laudo arbitral”.
Es difícil concebir objeciones razonables a un principio tan claro y obvio como que cualquier aumento de los gastos debería estar sujeto a un equilibrio del presupuesto. Eso es cierto para cualquier hogar responsable que no quiera gastar más de lo que puede, y es igual de cierto para el Estado y el MEF. Aun así, el presidente de la Comisión de Trabajo, Daniel Oseda (Frepap), afirmó que, con las observaciones que se plantearon a la norma, “el Ejecutivo persiste en limitar el derecho a las negociaciones colectivas”. “Se recurre al criterio del equilibrio del presupuesto público, es decir, la negociación será operativa si el Ejecutivo, con discrecionalidad total, designa los recursos”, insistió en el momento. Lo cierto es que, aunque no le guste al congresista Oseda, con excepción de pequeños impuestos así es exactamente cómo funciona la gran mayoría de la administración pública y la división de poderes, con énfasis en el equilibrio presupuestal –y por buenos motivos–.
De acuerdo con el Consejo Fiscal, la norma podría costar al erario nacional S/14.500 millones al año, o el equivalente a todo el presupuesto del Ministerio de Salud, el Ministerio de Vivienda, y el Poder Judicial sumados. Al mismo tiempo, de acuerdo con la Asociación de Municipalidades del Perú (AMPE), la derogación pone en riesgo el funcionamiento de 2.051 municipios y afecta a más de 200.000 trabajadores. La insistencia del Congreso en sus extremos sobre la reincorporación laboral, de paso, mina las bases de las estructuras meritocráticas que se intentan construir desde la Autoridad Nacional del Servicio Civil (Servir). Menudos logros del Legislativo.
Llegado este punto, queda apelar a los principios de prudencia presupuestal y separación de poderes que puede imponer el Tribunal Constitucional; el Ejecutivo ha adelantado que recurriría a esta vía legal. Ojalá, sin embargo, no se hubiese hecho ya tan común recurrir a esta instancia constitucional para frenar las iniciativas descaminadas que nacen con sorprendente fecundidad del actual Legislativo.
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