A veces, el esfuerzo sostenido y trabajoso es el único que garantiza resultados de largo plazo. Sucede, por ejemplo, con el aprendizaje de los alumnos cuando las lecciones de clase son estudiadas y repasadas a lo largo del semestre y no revisadas con apuro antes del examen. Sucede cuando las personas alcanzan un peso saludable gracias a un cambio de estilo de vida y no a una dieta fugaz.
Algo no muy distinto pasa con la reducción de la pobreza. El camino fácil y rápido para lograr bajar la tasa de personas que viven por debajo del umbral de pobreza es la redistribución de riqueza. Esta ruta no es nueva. Gobiernos populistas la han ensayado en varias ocasiones, siempre con el mismo resultado: menor crecimiento, menores ingresos y, eventualmente, mayor pobreza. El camino difícil es el sendero del crecimiento económico sostenido, ese que integra trabajadores a los mercados y potencia su productividad y desarrollo. No hay solución mágica a la pobreza más allá del crecimiento económico sostenido como no hay solución mágica al sobrepeso más allá de un estilo de vida saludable.
Es en este contexto que se hace interesante analizar los resultados de la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho) publicada por el INEI la semana pasada. Según estimaciones, la reducción de la pobreza de 1,1 puntos porcentuales ha sido motivada en su gran mayoría por mejoras en los ingresos por trabajo –no por programas de redistribución–. De hecho, el crecimiento económico sostenido es lo que explica casi toda la enorme reducción de la pobreza monetaria desde el 2004 a la fecha (el único período en que la redistribución tomó el rol protagónico fue en el 2015, año en que la reducción de pobreza en puntos porcentuales fue la menor).
Y si no hay manera de superar la pobreza de forma sostenida sin crecimiento económico y mejoras en la productividad, debería ser especialmente preocupante que las proyecciones de expansión del PBI para este año se vean cada vez menos sólidas. A pesar del inesperado crecimiento positivo de la economía en marzo –pequeño, pero positivo al fin y al cabo–, las expectativas de crecimiento están entre el 2% y el 3% para el 2017 –más de un punto porcentual por debajo de lo que eran a fines del año pasado–, en tanto que el mercado laboral formal no parece reaccionar positivamente aún.
Una de las herramientas que tiene a su disposición el gobierno para reactivar la economía es la ejecución de los grandes proyectos de infraestructura que actualmente están paralizados. Como se recuerda, el primer ministro, Fernando Zavala, se comprometió a poner en marcha durante los primeros dos años de gobierno más de US$18 mil millones en 12 proyectos que venían desde la administración anterior.
En algunos de estos proyectos ha habido avances importantes (como en la Autopista del Sol y en el terminal portuario San Martín). Otros se han visto frenados por problemas mayores (como el gasoducto del sur y el aeropuerto de Chinchero). Pero buena parte de ellos aún sigue a la espera del mentado destrabe. La ampliación del aeropuerto Jorge Chávez y la línea 2 del metro de Lima son quizá los más representativos por sus dimensiones y sus constantes retrasos.
Esta es una deuda pendiente. Como reconoció el titular del MEF, Alfredo Thorne, hace pocas semanas en un arranque de sinceridad: “Nosotros en la campaña quizá fuimos optimistas y dijimos que íbamos a destrabar gran parte de estos proyectos. Pero […], la verdad, con toda sinceridad, están muy trabados”. Estas obras son importantes porque mejoran la calidad de vida de los ciudadanos y la productividad de las empresas locales, pero, en el actual contexto, también porque le darían un impulso clave adicional a una economía que no está creciendo lo suficiente para sacar de la pobreza a muchos más peruanos.