Por choques personales, dirimidos en el terreno del honor, perdieron la vida personas que se hallaban en su pleno goce, prestando servicios útiles a su país, siendo el sostén de sus familias. No mantengamos la bárbara costumbre de ofrecer y exigir el derramamiento de sangre como reparación de agravios, muchas veces involuntarios. El procedimiento es ancestral y propio de los tiempos en los que existía el llamado Juicio de Dios. Ahora, que impera la razón, que nos preciamos de civilizados, las pistolas y las espadas deben guardarse para siempre.
H.L.M.