Alan García (en lo sucesivo, AG) volvió a la palestra esta semana por una visita al Perú en la que aprovechó para dar, vía una entrevista, unas lecciones de indulto al presidente Pedro Pablo Kuczynski (en el 2011, fue Ollanta Humala el involuntario alumno de la misma cátedra).
El futuro político de AG, que de por sí no era muy prometedor (recuérdese el 4,7% que sacó en las últimas elecciones), se ha visto aun más ensombrecido con los descubrimientos de que a varios funcionarios del último gobierno aprista la plata no les llegó sola, sino que vino en forma de coimas desde el Brasil.
Mientras continúan las investigaciones del Caso Odebrecht, me pareció oportuno recordar uno de los más importantes legados de su segundo mandato; uno que el Gobierno actual deberá procurar revertir, sobre todo ahora que enfrenta dificultades para encontrar candidatos de polendas para dirigir los organismos reguladores y que quizás tenga que reclutar nuevos ministros si censuran a dos de ellos.
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¿Saben cuánto gana mensualmente el presidente de un regulador? S/15.600. Sí, mucho más que el sueldo promedio de un trabajador peruano, pero también mucho menos (tranquilamente entre tres y seis veces menos) que la remuneración promedio de los directivos de las empresas a las que deben supervisar. Claramente, no están en paridad de armas. ¿Saben cuánto gana el subsecretario de telecomunicaciones en Chile (el Osiptel chileno)? US$12.500. Casi tres veces más que su par peruano. Y esto no se explica solo por la diferencia entre economías. El sueldo promedio de un trabajador chileno es 1,69 superior al de un peruano, no tres veces más.
¿Saben quién ocasionó todo esto? AG. A solo tres días de iniciado su segundo gobierno, dictó una de las medidas más demagógicas y nocivas para el Estado: bajó los sueldos de los funcionarios estableciendo el tope máximo en S/16.000 (el sueldo presidencial). Quizá confiado en que la plata le llegaría sola eventualmente, se redujo el sueldo, ganándose el aplauso tribunero por su “austeridad” y, con ello, se trajo abajo las remuneraciones de los principales funcionarios (desde ministros hasta presidentes de reguladores).
Ningún presidente ni ministro de Economía pudo revertir completamente esta situación y retornar los sueldos a niveles competitivos, sin escapar al escándalo mediático que suponía una decisión tan “impopular”.
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Esto afectó no solo a los altos mandos, dañó seriamente la carrera administrativa haciéndola más corta. Los mandos medios asumieron puestos directivos más rápido, y llegaban prontamente al techo salarial. Como no se podía crecer más, migraban eventualmente al sector privado. Las entidades públicas se fueron quedando sin maestros que enseñaran a los más jóvenes, que se tuvieron que convertir en autodidactas hasta que culminara su ciclo estatal. ¿Quiénes quedaron? Algunos buenos funcionarios, mártires que decidieron sacrificar sus sueldos. Los mediocres, atornillados para siempre esperando la jubilación. Y los no tan honestos, los Zevallos, Cubas y Luyos, hoy en prisión preventiva por el Caso Odebrecht.
Hasta los medios y opinólogos se acostumbraron a la mediocridad. Hoy los ven escandalizados con el “sueldazo” de un buen asesor (que no le alcanzará ni para pagar al abogado que lo defienda de las ridículas denuncias que vienen con el puesto) y con el ingreso de un ex empresario al Estado (como si nos sobrara la oferta de dónde escoger).
Todavía tenemos mártires en el Estado, y seguramente habrá otros a los que la plata les llegue sola –y hasta haya empresas buscándoles publicistas para sus campañas–, pero no deberíamos depender de ellos para tener un Estado eficiente. No grande, pero sí de primer nivel.