Ataques y guerra sucia, por Arturo Maldonado
Ataques y guerra sucia, por Arturo Maldonado
Arturo Maldonado

El debate del domingo, y en general esta campaña electoral, ha estado marcado por los pullazos, los ataques y las acusaciones, más que por las propuestas e ideas. Los candidatos desde la primera vuelta –pero sobre todo en este último tramo– han comenzado a sacarse los trapos sucios. El reclamo por un debate alturado y civilizado, donde prime la confrontación de visiones de país, viene de periodistas, académicos, analistas y el público en general, que entiende a este tipo de política de la negatividad como sucia y algo que nada bueno trae para nuestra democracia. 

Otras voces más pesimistas aceptan la realidad, porque así es nuestra política (o la política en general), pero añaden que una vez que los ciudadanos empiezan a verla como un espectáculo de mutuas acusaciones, entonces piden más. Los ataques y acusaciones son como la droga de la política. El riesgo de esta adicción es que consuma por completo al componente deliberativo.

Sin embargo, en otras latitudes se discute si la negatividad en campaña tiene los efectos perniciosos que se supone y si se puede rescatar algo positivo de este tipo de contienda electoral. Un primer punto a favor de la negatividad es su necesidad. La información que recibe el ciudadano sobre un candidato debe incluir los aspectos positivos como los oscuros de su currículo. Si resaltar los aspectos positivos es parte del trabajo de los equipos de campaña, los negativos están en cancha de sus oponentes, cuya tarea es darle visibilidad y trascendencia a esta información. 

Un segundo aspecto es empírico. En Estados Unidos, por ejemplo, se ha encontrado que los ataques y acusaciones vienen acompañados de más evidencia que la información positiva respecto a un candidato. Si un candidato quiere acusar a su contrincante, entonces tiene que documentar su acusación. Su oponente es inocente hasta que el otro candidato pruebe lo contrario. 

Si esa evidencia no se encuentra, estos ataques pueden ser contraproducentes y dañar la imagen del atacante. Según esta perspectiva, la negatividad no es completamente perniciosa bajo ciertas circunstancias: un contexto donde las acusaciones tienen que ser fundamentadas con pruebas.

Lamentablemente, la situación nacional dista de lo que ocurre en otros contextos. Desde diferentes tribunas se están desenmascarando diversas acusaciones hechas durante el debate que son falsas, sobre todo por parte de Keiko Fujimori, la que más atacó el domingo. 

La más importante –y que la candidata repitió en varias ocasiones– es la acusación a Martín Vizcarra, candidato a vicepresidente de PPK, de apropiarse ilegalmente de terrenos en Puno. Se sabe que este es en realidad un tema de límites entre Puno y Moquegua. 

Otra acusación sin sustento es la afirmación de que PPK había firmado un pacto con cocaleros. En ambos casos, la candidata Fujimori soltó las acusaciones pero no las sustentó. Para la candidata de Fuerza Popular bastó sembrar la duda. No era necesario que la acusación fuera verdadera, ni sustentarla, sino que la incertidumbre se impusiera y se creara una asociación entre PPK y la corrupción.

Las campañas electorales son guerras políticas. En esta guerra, los ataques al oponente son válidos y los ciudadanos tenemos que sobrellevarlos y extraer lecciones. Por supuesto la campaña no debe centrarse solo en este componente de negatividad. El componente deliberativo y de confrontación de ideas merece un espacio privilegiado.

Ambas dimensiones de la campaña pueden coexistir. Sin embargo, cuando estos ataques se basan en información falsa es cuando la guerra (una actividad que tiene reglas de juego) se vuelve solo guerra sucia. Un grupo político que prioriza la guerra sucia nos da un mal antecedente de lo que puede ser un gobierno sucio.