Hay una norma que obliga a los candidatos electorales a presentar a la ONPE el detalle de sus gastos de campaña y sus fuentes de financiamiento. En la práctica, no es más que una formalidad burocrática, un saludo a la bandera. A los candidatos les cuesta dar la información de manera oportuna y –para decirlo con una palabra de moda– transparente. Nunca falta ese “grupo de amigos” que generosamente financia la que es, por lo demás, una “modestísima” campaña. Las revelaciones sobre los aportes realizados por personajes sentenciados por delitos varios, que aparecen por aquí y por allá algún tiempo después, dan que hablar un par de días y después se difuminan.
¿Podríamos hacer algo más para saber quién financia realmente las campañas políticas? Posiblemente sí. ¿Deberíamos hacer algo más? Posiblemente no.
Personalmente, no nos interesa saber, y sospechamos que a la mayoría del electorado tampoco. Se supone que es importante, como medida sanitaria, conocer el origen de los fondos, particularmente de aquellos que financian las campañas de los candidatos ganadores, pues solamente los que salen elegidos pueden abusar del poder que la ciudadanía les confiere para devolver favores. Pero si el objetivo es detectar –siguiendo la pista del dinero, como recomendaba Garganta Profunda– qué intereses particulares se sirven de las políticas públicas, la publicidad de las cuentas de campaña es un instrumento inadecuado. No necesita aportar el que sabe valorar el talento de un brillante conferencista.
Por otro lado, ¿qué cosa tiene de ilegítimo que alguien utilice sus recursos para apoyar una causa en la que cree o que sencillamente lo beneficia económicamente? Si lo hacen los fonavistas, ¿por qué no podemos hacerlo los demás? ¿Por qué no se puede apoyar una causa patrocinando al candidato que la encarna? Y si es legítimo hacerlo, ya sea directa o indirectamente, ¿por qué tenemos que contárselo a la ONPE?
Ahora supongamos que de verdad queremos saber el origen de los fondos. Lo más sencillo sería enlistar a la Sunat. Las campañas cuestan, y no cuestan poco. Son signos exteriores de riqueza. ¿De quién? Pues del candidato, salvo que demuestre lo contrario. Son los propios candidatos –solidariamente, si se trata de una lista o de una plancha– los que deberían estar en capacidad de probar que tienen los medios para solventar sus campañas, como quien se compra un yate o un avión particular, y si han pagado impuestos como el común de los mortales. ¿Qué menos puede pedírsele a quienes aspiran a gastar los nuestros?
De ninguna manera puede pensarse que esto recortaría el derecho de la gente menos pudiente a postular a un cargo público o que haría menos democráticas las elecciones. Las campañas no son más baratas por el simple hecho de no tener que revelar sus fuentes de financiamiento. La plata igual hay que conseguirla de algún lado.
Es a la Sunat a la que los candidatos debería declararle sus fuentes de financiamiento, en el entendido de que no tengan la solvencia para pagarlas con su plata. La Sunat, con todos los medios informáticos que tiene a su disposición, puede rastrear si los financistas, a su vez, han pagado impuestos conmensurables con los aportes que hacen.
Pero, llegados a este punto, quizá sea mejor despedirnos del “lectorado” hasta el próximo viernes. No vaya a ser que estemos dando ideas.