Que la última crisis de haya desembocado en la renuncia a la presidencia del directorio de Humberto Campodónico, que apenas este año había vuelto para asumir el puesto que dejó hace diez años durante el gobierno de Ollanta Humala, tiene algo de poético.

Como se sabe, durante su primer paso por el cargo, él fue uno de los parteros del proyecto para modernizar la refinería de Talara, quizá la demostración más tangible del despilfarro (se ha tragado US$5.718 millones) e irresponsabilidad financiera que caracterizan a la firma. Fue él, también, el que en el 2012 dijo que el proyecto, que una década después ni siquiera ha iniciado operaciones, estaría listo para el 2015. Y ha sido él el que, la semana pasada, aseguró que la refinería va a “solucionar los problemas de Petro-Perú”. Un vaticinio en el que, por los antecedentes de su autor, nos cuesta confiar.

Y el problema es que “los problemas” de Petro-Perú, por ser una estatal, son los de todo el país. Como lo demuestra el escándalo que motivó la salida de Campodónico, que además de suponer escasez de combustibles –la compañía no tenía liquidez para siquiera cumplir con sus proveedores– desembocó en el Gobierno aprobándole un aporte de capital por S/4.000 millones y una línea de crédito hasta por US$500 millones para que pueda desempeñar sus tareas más elementales. Y lo peor es que, si se suman, los rescates a la empresa este año ya han costado casi un punto del PBI.

Sobra decir que, si no fuese una empresa pública, el precio de su ineficiencia no lo pagaríamos –literalmente– todos los contribuyentes. Si no fuese una empresa pública, los riesgos los correrían los directivos de la compañía, que estarían forzados a actuar con responsabilidad para evitar la bancarrota, la sanción natural a las malas empresas en una economía libre. Además, en una institución privada es más probable que la administración opere en aras de la eficiencia y en la maximización de réditos económicos. En las estatales, pesa mucho el cálculo y manoseo político.

Basta con ver lo que ha ocurrido durante este Gobierno. A Castillo, por ejemplo, se le investiga por la aparente compra irregular de biodiésel, en supuesto beneficio de la empresa de Samir Abudayeh. Hasta comienzos de año, además, padecimos al también investigado Hugo Chávez Arévalo como gerente general de la empresa, cuya gestión generó choques entre el MEF y el Minem (de tendencia cerronista). Asimismo, fue bajo Chávez que PwC se negó a auditar a la compañía por problemas de transparencia. Todas circunstancias que sumaron a la falta de credibilidad de la estatal, a la que Fitch Ratings le redujo la calificación crediticia a ‘BB+’ (“bono basura”) hace dos meses y que, literalmente, no puede conseguir un préstamo para salvarse la vida…

No obstante, a pesar de todo esto, queda algo que agradecerle a Petro-Perú: ser el recordatorio constante de lo pernicioso que puede ser el Estado empresario. Un recordatorio útil cuando desde la izquierda, sobre todo la representada en el Congreso y en el Gobierno, se nos quiere vender como una buena idea. Profesan, pues, la mentira tradicional del socialismo, esa que dice que si algo es del Estado es de todos y alcanzable a un menor precio, lo que queda desbaratado por empresas como la que nos ocupa, que chupan plata y fallan a la hora de proveer el servicio que ofrecen.

Y no solo pasa con Petro-Perú. No podemos olvidar que Sedapal tiene al 10% de Lima Metropolitana sacando agua de piletas o cisternas y a los más vulnerables pagando más por el servicio que las personas de las zonas más acomodadas.

Por este recordatorio (y solo por eso): gracias, Petro-Perú.