(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Iván Alonso

Hoy se reúnen en Lima representantes de los gobiernos de Bolivia, Brasil, Paraguay, el Perú y Uruguay para definir la “ruta crítica” del , que unirá el puerto de Santos en el Atlántico con el de Ilo en el Pacífico. En realidad, el proyecto parecería estar ya en una ruta crítica: aquella que lleva al dispendio. Su costo se estima, por el momento, en 14.000 millones de dólares. Nadie, que sepamos, ha demostrado que la inversión valga la pena. Si el gobierno no puede exhibir un estudio de factibilidad que lo justifique, mejor sería descarrilarlo de una vez.

Que otros países, principalmente europeos, hayan manifestado su apoyo al proyecto no quiere decir que sea un buen uso de los recursos de quienes lo pagaremos. Quiere decir simplemente que hay en esos países algunos contratistas y proveedores con influencia política que lo ven como una oportunidad de negocio. Si el tren bioceánico tiene sentido económico no es una preocupación para ellos, pero sí debería serlo para los gobiernos que garantizarán la inversión y el financiamiento. Porque sin garantías estatales será muy difícil hacerlo.

Según se ha reportado en la prensa, el tren bioceánico transportaría 10 millones de toneladas de carga y 6 millones de pasajeros al año. Estos datos, por sí solos, no tienen ninguna utilidad. Para evaluar los beneficios del tren, necesitamos saber de dónde a dónde se van a movilizar. El valor del servicio y la disposición a pagar por el mismo dependen de la distancia recorrida. Las unidades relevantes para calcular los beneficios del tren no son toneladas y pasajeros, sino toneladas-kilómetro y pasajeros-kilómetro. Cada kilómetro de vía férrea requiere, por decirlo de alguna manera, de un volumen mínimo de carga o un número mínimo de pasajeros para cubrir los costos de construirlo y de mantenerlo en buen estado de funcionamiento.

Un proyecto de esa magnitud, por lo demás, no puede evaluarse sobre la base de cifras globales, como si la única alternativa fuera ejecutar todo o nada. Hay que analizarlo por tramos; subdividirlo en tantos subproyectos como sea posible para saber cuáles deberían ejecutarse y cuáles no. Supongamos que haya, efectivamente, 6 millones de pasajeros, pero que todos quieran ir solamente de Santos a Cochabamba y viceversa. ¿Qué sentido tendría construir un ferrocarril hasta Ilo?

Los entusiastas del tren bioceánico imaginan un flujo regular de carga cruzando el continente de este a oeste para embarcarse al Asia, esto es, haciendo el recorrido completo del tren. Pero primero hay que convencer a los dueños de la carga de que esa ruta bimodal es más corta, más rápida o más económica que una exclusivamente marítima, bien sea saliendo de Santos hacia el norte para atravesar el canal de Panamá o bien bordeando el cabo de Buena Esperanza, al sur de África, para continuar por el océano Índico.

Si no hay suficientes usuarios que prefieran la ruta del tren, no tiene ningún sentido construirlo. La evidencia de la carretera interoceánica, que recorre una ruta paralela a la del tren en territorio peruano, indica que no los hay. En los tramos 3, 4 y 5 de la IIRSA Sur se recaudaron 86 millones de soles de peaje en el 2016, pero el fisco tuvo que desembolsar 87 millones de dólares –más del triple– como pago anual por obras (PAO). Eso se llama exceso de capacidad instalada.