(Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
(Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
Iván Alonso

Cien millones de soles sería el aporte inicial del Ministerio de Economía y Finanzas a Mi Agro, de aprobarse el proyecto de ley presentado por el gobierno al Congreso a principios de este mes. No es difícil imaginar qué va a pasar con esos 100 millones de soles, que se suman a los 380 millones inyectados desde diciembre del 2016 al capital de Agrobanco y que ya se perdieron.

La transformación de Agrobanco en Mi Agro, que sería, en esencia, un fondo de inversión, tiene el objetivo declarado de liberarlo de los requerimientos de provisiones por malas deudas. Lo dice con todas sus letras la exposición de motivos del proyecto que comentamos: así “se optimiza el uso de estos recursos, con lo cual el sistema económico se hace más eficiente”. Si el gobierno de verdad cree eso, ¿por qué no libera a todos los bancos de la obligación de constituir provisiones?
Más allá de la pregunta retórica, no hay por qué esperar mayor eficiencia porque no hay ningún cambio en los incentivos al interior de la institución. Sigue concibiéndola el gobierno como un emprendimiento “social”, lo que quiere decir que no se le exige una rentabilidad mínima sobre su capital. Quiere decir también que los préstamos se deciden sobre la base de los méritos del prestatario, más que de su capacidad de pago.

¿Qué necesidad hay de continuar con el financiamiento estatal para la agricultura? Ninguna. Los préstamos de Agrobanco son apenas el 10% del financiamiento total al sector. En su mejor momento –o, más bien, el peor porque es cuando se sembraron los problemas que hoy lo aquejan–, Agrobanco representaba no más del 17% del crédito agropecuario: uno de cada seis soles. No parece, pues, una institución imprescindible. Si Agrobanco desapareciera mañana, otras entidades financieras, desde las cajas rurales hasta la banca comercial, ocuparían su lugar.

Contrariamente a lo que se afirma en la exposición de motivos, el financiamiento al sector agropecuario no es “bajo y decreciente”. Si el gobierno se hubiera tomado el trabajo de preguntarle a la Superintendencia de Banca y Seguros o visitar su página web, aunque sea, comprendería que el crédito agropecuario no ha dejado de crecer ni un solo año de los últimos diez. Y eso de bajo es relativo. A diciembre del 2017, la cartera total equivalía a un 30% del valor de la producción agropecuaria.

Sí es verdad, como también se afirma en la exposición de motivos, que en los últimos dos años el financiamiento al sector agropecuario se ha desacelerado (que no es lo mismo que decir que ha decrecido). Pero eso, más que un problema, podría ser un síntoma de que se está corrigiendo un problema. El crecimiento vertiginoso del crédito agropecuario entre los años 2010 y 2015, a tasas de 15% a 20% anual, no es sostenible. Para crecer a esas tasas hay que ser menos selectivo con los sujetos de crédito. Al cabo de un tiempo las malas deudas comienzan a germinar. Un crecimiento más moderado de 3% o 4% anual, como el que se ha visto recientemente y que refleja, en parte, la contracción de la cartera de Agrobanco, es más saludable.

Irónicamente, el 2013, el año de mayor expansión de Agrobanco, es el único en la historia reciente en el que ha habido una recesión en el sector agropecuario, si usamos la definición convencional de dos trimestres consecutivos de caída de la producción.