La oficina económica del Congreso, por Iván Alonso
La oficina económica del Congreso, por Iván Alonso
Iván Alonso

Muy buena la iniciativa presentada por el congresista Alberto de Belaunde para crear una oficina de estudios económicos en el Congreso. Entre sus funciones estaría la de dar asesoramiento en materias económicas a los legisladores –algo con lo cual nadie probablemente la vaya a importunar–, pero sobre todo la de hacer o revisar el análisis costo-beneficio que debe acompañar a todo proyecto de ley.

La motivación de la iniciativa que comentamos parte precisamente de la constatación de que apenas uno de cada diez proyectos de ley cuenta con un análisis costo-beneficio que merezca ese nombre. Cuando una ley nos obliga a cumplir con determinados requisitos o estándares, nos está ordenando utilizar recursos valiosos –nuestro tiempo, nuestro capital– de una cierta manera, lo cual significa que no podremos utilizarlos de otra. Si tenemos que construir un lactario, por ejemplo, quedarán menos recursos para invertir en la capacitación del personal.

¿Cuál de los dos genera más beneficios? El análisis costo-beneficio trata de establecer si es o no es razonable el sacrificio que se le exige a la gente para alcanzar los fines que se propone la ley. Dicho de otra manera, si la ley en cuestión contribuye o no contribuye a aumentar el bienestar de la sociedad.

Los congresistas confunden la evaluación de los costos y beneficios que sus propuestas acarrearían para la sociedad, que es el objeto de ese análisis, con los gastos en los que el estado tendría que incurrir para ponerlas en práctica.

Típicamente, el “análisis” se reduce a afirmar –no a demostrar– que su proyecto no irrogará gastos al erario público. La mayoría actúa así seguramente por desconocimiento, aunque a veces es evidente la criollada, como en el caso de un proyecto de ley presentado recientemente para declarar de interés público la construcción de un puerto en el norte, cuyo autor sostiene que no irroga gastos al erario público “porque se trata de una norma declarativa”. Con esa lógica, sus beneficios también son meramente declarativos, y debería ser desechado por inútil.

La especialización debería ayudar a mejorar la producción legislativa. No se puede esperar que los congresistas sean todos expertos en cuestiones económicas como para rastrear y cuantificar los efectos directos e indirectos, positivos y negativos, de las leyes que proponen. Una oficina económica que haga ese análisis por ellos o que lo revise contribuirá a una discusión más ilustrada al interior de las comisiones dictaminadoras y en el pleno del Congreso.

En nuestra opinión, la oficina económica debería tener una función adicional: la de filtrar los proyectos de ley que llegan a comisiones. ¡Hay tantos proyectos insustanciales que ni siquiera vale la pena discutir! Antes que nada, tendría que justificarse el tiempo que los congresistas les van a dedicar una vez admitidos a debate.

Hemos visto como una decena de proyectos de ley, presentados a lo largo de los años, para regular las tarifas de estacionamiento en los centros comerciales, por poner un ejemplo, sin que ninguno de ellos evidenciara el menor esfuerzo por calcular la magnitud del problema que estaba tratando de resolver (en el supuesto de que hubiera alguno). La oficina de estudios económicos podría hacerlo, y sus conclusiones servir, cuando menos, para establecer prioridades en la agenda parlamentaria.