A propósito del caso Lindley, por Iván Alonso
A propósito del caso Lindley, por Iván Alonso
Iván Alonso

La adquisición del control de la compañía embotelladora Lindley por un grupo mexicano a fines del año pasado destapó un efervescente debate sobre la legalidad de la operación. El comprador pagó a los accionistas mayoritarios 150 millones de dólares como parte de un acuerdo de no competir y otros 760 millones por sus acciones, que equivalen, estos últimos, a más de 2 dólares por acción. Posteriormente, a los propietarios de las llamadas acciones de inversión les ofreció comprárselas a poco menos de 1 dólar.

Los cuestionamientos surgieron esencialmente por el trato diferenciado que se les estaría dando a los dos grupos de accionistas. ¿No deberían aplicarse los mismos términos y condiciones a todos por igual? No es nuestro propósito discutir si la ley obligaba o no al comprador, en este caso particular, a dar el mismo trato a ambos. Nos interesa, más bien, indagar por qué quisiera un comprador ofrecer un trato diferenciado y por qué la ley no debería impedírselo.

Consideremos primero el acuerdo de no competir. Independientemente de que el monto sea o no sea el adecuado, un pago por no competir tiene sentido solamente si quienes lo reciben tienen la capacidad para formar una nueva compañía y competir efectivamente contra su antigua empresa. Es poco probable que todos los accionistas puedan reagruparse en una nueva sociedad, en las mismas proporciones que antes, para regresar a un negocio del que acaban de salir. Pero no es imposible que un núcleo de accionistas que haya tenido el manejo de la compañía durante largo tiempo (y que podría no necesitar el concurso de inversionistas puramente financieros) quiera eventualmente incursionar otra vez en una actividad que ya conoce. Dada la composición del accionariado de las sociedades anónimas de hoy, especialmente las sociedades abiertas listadas en bolsa, un comprador racional no firmaría nunca un acuerdo de no competir con todos los accionistas de la empresa que quiere comprar, porque no todos ellos son potenciales competidores.

Pasando al otro punto, la razón para ofrecer precios distintos a diferentes grupos de accionistas es obvia: para comprar más barata la compañía. Lo que no es tan obvio es que muchas potenciales adquisiciones se frustran –de algunas ni siquiera nos enteramos– por la necesidad de ofrecer el mismo precio a todos los accionistas. Este requisito, común en las regulaciones bursátiles de muchos países, encarece la operación. En consecuencia, algunas adquisiciones que servirían para mejorar el desempeño de las compañías objetivo no se llevan a cabo. Se pierden así oportunidades para aumentar la productividad de la economía.

Tampoco es tan obvio, al menos para este librecambista, que sea inequitativo pagar precios distintos a distintos accionistas. Cada cual tiene su propia valoración subjetiva de las acciones, antes y después de la adquisición; y es libre de aceptar o no el precio que se le ofrece. Otra cosa es que uno quisiera que se le haga una oferta más alta, como la que se le hace al vecino. Pero eso implica que la diferencia entre el precio máximo que está dispuesto a pagar el comprador y el precio mínimo que está dispuesto a recibir un accionista particular –lo que un economista denominaría la ganancia del intercambio– se quede con el vendedor, y no con el comprador. ¿Por qué es eso más justo o más equitativo?