La corrupción parece haber atrapado a Brasil y sus tres últimos presidentes están siendo investigados. (Foto: Bloomberg)
La corrupción parece haber atrapado a Brasil y sus tres últimos presidentes están siendo investigados. (Foto: Bloomberg)
Carlos Meléndez

En la clásica novela de Jorge Amado, doña Flor está atrapada entre dos amores: Vadinho, su primer esposo, un “malandro” de acelerada vida de alcohol, apuestas y mujeres, que muere repentinamente en las fiestas de Carnaval, y Teodoro, un farmacéutico pacato y metódico, extremo opuesto del anterior, con quien la viuda rehace su vida. Cuando doña Flor parecía acostumbrada a su nueva pareja, reaparece el fantasma de Vadinho, con la misma energía sexual que ella tanto extrañaba. De manera similar, Brasil se encuentra entre “dos amores”, comparables a los personajes de ficción mencionados. 

El Caso Lava Jato reveló el modus operandi delictivo del establishment político y económico brasileño. Se trata de un esquema sofisticado de corrupción, originado en el sector privado –en el constructor y, también, en el alimenticio, según lo revelado por el Caso JBS–, que a través de “propinas” puso a toda la clase política al servicio de sus intereses. Como en la novela de Amado, esta élite brasileña se comportaba con la impunidad y la desvergüenza propias de Vadinho. 

Tanto la investigación policial como la judicial han permitido escalar las responsabilidades de los implicados, desde un simple ‘doleiro’ hasta los más poderosos empresarios y políticos. Se han recluido hombres de negocios (Marcelo Odebrecht) y figuras políticas tanto del oficialismo (Sergio Cabral, ex gobernador de Río, y Eduardo Cunha, ex presidente de la Cámara de Diputados) como de la oposición (Antonio Palocci, ex ministro de Hacienda del PT). Así, el ánimo correcto y centrado del personaje de Teodoro entró en escena para poner orden en un país que sufría las consecuencias de la irresponsabilidad de su clase política.  

Brasil atraviesa una de sus más graves crisis políticas, pero está aún distante de una crisis institucional. El Poder Judicial brasileño ha logrado procesar a miembros de la élite, manteniéndose autónomo e independiente. Hasta ahora, el sistema encabezado por Cármen Lúcia (presidenta del Supremo Tribunal Federal) ha sabido ejercer autoridad con imparcialidad. Como dijo alguna vez el juez Sergio Moro: “No importa cuán alto estés, la ley siempre está por encima de ti”. La reacción institucional del Estado Brasileño no se reduce solo al ámbito judicial. Un desprestigiado Ejecutivo –la popularidad de Temer continúa por debajo del 10%– ha logrado llevar adelante una sustanciosa reforma laboral –aunque no le fue igual con la previsional–. 

Esta fortaleza institucional tan celebrada atraviesa hoy su prueba de fuego. La ratificación (en segunda instancia) de la condena al ex presidente Lula da Silva podría signar su muerte política (casualmente, también en temporada de Carnaval). Como tal, es materia de contención polarizante. Sus seguidores denuncian que es una “persecución” y “otro golpe” en marcha; sus detractores aseguran que se acabaron las excusas para no encarcelarlo. Aunque Brasil ha demostrado instinto de sobrevivencia institucional en medio de su más devastadora crisis política, recordemos que en la novela de Amado, aun cuando doña Flor intenta el camino de la corrección y mesura con Teodoro, el espíritu de Vadinho nunca la abandona.