El hijo del ex presidente recrimina a sus copartidarios el haber aprovechado el nombre de Alberto Fujimori para salir elegidos y, luego, dejarlo olvidado en prisión. (Composición: El Comercio)
El hijo del ex presidente recrimina a sus copartidarios el haber aprovechado el nombre de Alberto Fujimori para salir elegidos y, luego, dejarlo olvidado en prisión. (Composición: El Comercio)
Carlos Meléndez

(FP) se abrió demasiados frentes a la vez. Agudizó su oposición al Ejecutivo, lleva una larga pugna con la fiscalía y ha recomendado la destitución de un magistrado del Tribunal Constitucional. Para sus críticos, esta colección de enfrentamientos evidencia la gesta de un “golpe institucional” contra el régimen democrático. En cambio, para el partido naranja se trata de una lucha principista en la que se enfrentan a sus más poderosos rivales. Mientras los primeros (el antifujimorismo) logran proyectar con éxito su interpretación de las intenciones fujimoristas –su “ADN autoritario”–, el partido que lidera es incapaz de visibilizar con precisión quiénes personifican su encono (¿los caviares? ¿los tecnócratas? ¿el establishment?) y mucho menos transmitirlo a la opinión pública (sus “principios” son casi enigmáticos). Sin un enemigo público, cualquier épica política se degrada a antojadiza. Así se percibe a FP, ensimismado en una lucha multinivel con sus fantasmas, llevándose en el trámite a la frágil institucionalidad. El derroche de energía es tal que se obvia al enemigo más cruel, al secreto, a aquel que duerme en el mismo lecho. Ha quedado demostrado, si había dudas, que es quien más daño puede hacer al liderazgo de su hija.

El antifujimorismo no es un partido político, pero no importa. El futuro será un conglomerado de “antis” que difícilmente coalicionarán más allá de coyunturas puntuales (como en Italia). El antifujimorismo es un poder fáctico compuesto por “líderes de opinión”, académicos, activistas, políticos con y sin partido que movilizan sus recursos para enfrentarse a FP. Emplean la protesta, sobre todo, como artificio simbólico y tienen masa crítica, especialmente en sectores medios y altos educados. En los últimos años, el pararrayos de su ojeriza ha migrado de Alberto a Keiko, debido al importante caudal electoral acumulado por esta última. Por más esfuerzos que haga, Keiko Fujimori parece no poder desembarazarse del desprestigio autoritario que la persigue y que –equivocadamente– reproduce.

FP nunca antes había tenido tanta responsabilidad en sus manos y ha fallado en el encargo hasta ahora. Insisto: son un equipo profesional de campaña, pero aprendices como garantes de gobernabilidad. Su cruzada contra “la corrupción” no convence, siquiera al punto de otorgarle el beneficio de la duda. Sus dinámicas política y social lo convierten en un partido cerrado, asfixiado, acrítico. Hasta ahora, poco ha rentado en términos políticos, considerando la guerra de clases sociales que sostiene con sus antis. La búsqueda de la legitimidad popular no es suficiente si se quiere apelar a un país entero. La poca destreza demostrada en momentos críticos (por ejemplo, el destape de Lava Jato) lo ha conducido a perder su mayor capital, que hasta antes de la votación de la vacancia presidencial era la cohesión de su bancada. Hoy, la más tenue de sus preocupaciones –una facción díscola al liderazgo de Keiko Fujimori– amenaza a su estabilidad. El venidero almanaque electoral le tira un salvavidas. Es una buena oportunidad para la reconciliación interna o la depuración, y sobre todo para tentar una nueva estrategia hacia las clases medias y urbes modernas.