“Fraudes”, por Carlos Meléndez
“Fraudes”, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

Las elecciones generales del 2016 han sido legítimas y Pedro Pablo Kuczynski ha sido elegido legítimo presidente. Mérito porque hemos logrado un récord histórico de cuatro elecciones presidenciales democráticas consecutivas, a pesar de las deficiencias de nuestra legislación electoral y los errores que cometieron las autoridades electorales. Sin embargo, desde el inicio de la campaña, la palabra ‘fraude’ ha estado en boca de muchos con una irresponsabilidad muy grave para la calma social que requiere el próximo gobernante. Como señala Diego Salazar, esta ha sido la elección con más “fraudes” en nuestra histeria colectiva.

Los primeros en vociferar “fraude” fueron Julio Guzmán y un grupo de ‘líderes de opinión’ que se adhirieron a su defensa. Para este sector, la cancelación de la candidatura morada (y la de César Acuña) por “faltas menores” fue inconstitucional. Concuerdo cuando se señala que se disminuyeron los niveles de competencia política y se melló la legitimidad del proceso, pero discrepo con el punto de considerar los comicios como “semidemocráticos” (Steven Levitsky dixit). Para dicho politólogo, “por primera vez desde el 2000, las elecciones presidenciales peruanas no serán plenamente democráticas”. Este argumento encontró eco en el secretario general de la OEA, Luis Almagro, a pesar de que no guardaba consistencia con el informe de observación electoral de dicha organización.

Algunos periodistas (nacionales e internacionales) y políticos fueron más osados aun (e irresponsables) y saltaron de la calidad “semidemocrática” al “fraude”. Gustavo Gorriti –en “Caretas”– cantó un “fraude adelantado” con la “complicidad del Apra, PPK, parte del grupo de Acuña, consultores y lobbistas”. “The Economist” tituló que se venía gestando una trafa (“Rigging Peru’s election”) que terminaría socavando la legitimidad del eventual ganador. No debe pasar para la anécdota que el parlamentario Sergio Tejada declaró que estábamos ante un “fraude fujimontesinista”. Hoy que los resultados distan de sus temores, zafan cuerpo de la ligereza con la que juzgaron el proceso que termina.

En el campo de los perdedores, ha sucedido lo contrario. Aunque hubo voces disidentes dentro del fujimorismo, Keiko Fujimori “aceptó democráticamente” los resultados, asumiendo un rol opositor dentro de las reglas de juego vigentes. A diferencia de otras finales de fotografía (por ejemplo, la de Gore vs. Bush en Estados Unidos o la de López Obrador vs. Calderón en México), Fujimori no impugnó la elección ni azuzó a sus partidarios a tomar las calles. Con sangre en el ojo luego de la derrota, continúa en su objetivo de consolidar un prestigio democrático. 

Paradójicamente, quienes enarbolan la bandera de la democracia la ‘defienden’ según sus preferencias y no normativamente. En cambio, quienes arrastran un legado autoritario –en su momento histórico más difícil luego de una segunda derrota consecutiva– exhiben vocación democrática. Al reconocer los resultados, los fujimoristas legitiman el proceso, ahuyentando así los nubarrones que los “demócratas precarios” (Dargent dixit) habían proyectado sobre los comicios. Un buen perdedor fortalece la democracia; los gritos injustificados de “fraude”, no.