Hace unos días estaba paseando con mi hijo y de pronto me disparó esa pregunta que ninguna mamá quiere escuchar: “Mami, dime la verdad: ¿Papá Noel existe, o eres tú la que deja los regalos en el árbol?”. Un rayo helado me recorrió la nuca, y por unos minutos planeé estrellarme contra el carro de adelante para provocar un accidente y no tener que responder. No era la primera vez que preguntaba, pero en esta ocasión, el cuestionamiento venía con una contundencia que no me daba lugar a evasivas. Mantuve mi silencio mientras buscaba argumentos que suavizaran el golpe, y Adriano insistió: “Dime la verdad, mami, en el cole hay chicos que dicen que los papás son los que dejan los regalos”.
Para eso no estamos preparados. Por años he sido experta en dejar que mi hijo creyera en esos detalles que les hacen la vida más linda, más mágica. He sido una generosa ratón Pérez y he hecho malabares para que Papá Noel trajera los regalos a tiempo, para que los dejara en la puerta de la casa y no en el árbol, porque Adriano, de muy niño, temía que junto con el viejito de los regalos se colara algún lobo por la chimenea. Me acordaba de poner la leche y la galleta, que siempre se comían los perros, y debo confesar que el día que mi hijo me miró emocionado hasta la palidez, porque había escuchado un trineo en el techo (que yo rogaba no fuera un ladrón), hasta yo creí un poquito en Papá Noel.
Pero ahí estaba la pregunta, como un elefante parado en una tienda de cristalería:
–Mira, hijo, Papá Noel existe en el corazón y el alma de los niños. Los papis compramos los regalos y los ponemos en el árbol para que ustedes puedan seguir creyendo en eso tan maravilloso.
La carita de desilusión no se hizo esperar y la lógica implacable de un niño de 8 años zanjó el asunto:
–¿Tú crees en él con toda tu alma?
–No, hijo, yo creía cuando era niña.
–Ya, mamá, entonces, no existe.
Tragué saliva, intenté seguir con mi discurso, pero la carita de mi hijo daba cuenta de que acababa de recibir la respuesta que no quería, esa para la que no estaba preparado. Siguió preguntando sobre el ratón Pérez, quiso saber si Papá Noel existió alguna vez, me preguntó si todos los papás hacían de Papá Noel o solo algunos. Le contesté que había papis que no tenían dinero para mantenerles la ilusión a los niños y que nosotros podíamos esta Navidad ser el Papá Noel de esos niños y llevarles juguetes. Le prometí que si él quería, mami y papi le seguirían poniendo en el árbol ese regalo mágico que tanto le gustaba. Lo abracé y quise no haber dicho nada, no haber respondido con sinceridad..., pero ya no había mucho que hacer. Adriano me miró con esos ojos enormes que no pueden ocultar la tristeza. Se le llenaron de lágrimas y me dijo la frase más triste que he escuchado en mucho tiempo: “Mami, hoy me voy a acostar temprano, porque tal vez mañana cuando me despierte, ya me olvidé que no existe Papá Noel”.
Los días siguientes llegaron y Adriano no pudo olvidar que Papá Noel no existía. Hoy mi hijo ya aprendió a vivir con esa idea. Pero él, su papá y yo sabemos que las Navidades ya no serán iguales. Porque mi hijo ya creció. Porque la realidad se encargará de derrumbar mil veces sus fantasías. Porque así es la vida...