Un profesor camina por el campus universitario, el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante, las manos cruzadas detrás de la espalda. Ve a su alumno y se le acerca para contarle que ha sacado una buena nota en su curso de finanzas públicas. ‘Hang in there!’, le dice: ¡sigue así! ¿Qué mayor halago puede esperar un simple mortal, viniendo esas palabras de uno de los dioses del Olimpo de la ciencia económica?
Arnold Harberger llega esta noche para participar en la conferencia de la Sociedad Mont Pèlerin, un club de liberales fundado en 1947, que gracias a los indesmayables esfuerzos de nuestro querido amigo Enrique Ghersi se reúne por primera vez en Lima. Harberger lleva 30 años enseñando en la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA) y otros 30 anteriormente en la Universidad de Chicago, donde fue uno de los más dedicados formadores de los economistas latinoamericanos que llegaron allí desde los años 50 del siglo pasado y que serían luego conocidos como los “Chicago boys”.
Simboliza sus lazos afectivos con la región su larguísimo matrimonio con Anita, una encantadora dama chilena, a quien había conocido, según ella misma nos contó en alguna oportunidad, en casa del cónsul de Noruega, un señor de apellido Johansson, cuando era una estudiante de literatura. La influencia de Harberger en la historia económica latinoamericana es más tangible aun: decenas de ministros de economía y presidentes de bancos centrales, desde México hasta Uruguay, han sido alumnos suyos.
Le gusta describirse a sí mismo como “un misionero de la buena economía”. Y lo es, en efecto. Podía aterrizar en Lima, a los ochenta y tantos años de edad, procedente de Madagascar para dar una charla en una convención universitaria; conversar con los economistas del sistema nacional de inversión pública; reunirse con el presidente del Consejo de Ministros (por entonces, también economista); dar una entrevista en la televisión; y partir luego con rumbo a Panamá para evaluar el impacto macroeconómico de la ampliación del canal.
¿Qué entiende Harberger por la “buena economía”? Básicamente, la idea de que el mundo es esencialmente competitivo; que las fuerzas de la oferta y la demanda hacen que los recursos económicos se desplacen hacia aquellas actividades donde aportan más valor a la sociedad, motivados por el deseo de la gente –de toda clase de gente– de sacar el mayor provecho posible a su trabajo y a su capital. Y también, que las políticas gubernamentales influyen, algunas para bien, otras para mal, en el funcionamiento del sistema económico.
El economista como predicador llama a nuestra atención los vicios que se esconden tras las malas políticas. Nos hace ver que la protección de un cierto sector se logra, como regla general, a costa de otros; que los beneficios tributarios desvían la atención de los empresarios, de las actividades más productivas a las que reciben más subsidios; que las grandes obras que les quitan el sueño a los políticos pueden tener para la sociedad más costos que beneficios. La racionalidad económica no es la defensa de una ideología, sino la del bienestar del hombre común y corriente.
Arnold Harberger ha dedicado una larga y fructífera vida a investigar, educar y aconsejar. Siempre con rigor intelectual; siempre con calidez personal. Nuestra admiración y gratitud hacia él no tienen límites.