El ‘nuevo rico’ y el mendigo, por Carlos Meléndez
El ‘nuevo rico’ y el mendigo, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

Vivir en Santiago durante el mejor momento de la historia futbolística chilena es un privilegio para cualquiera, pero a la vez puede resultar un infortunio para un peruano que lleva a cuesta tres décadas sin mundiales. Rachas de triunfos, marcas históricas, Copa América y el 4 a 3 a Perú, suman una recatafila de alegrías envidiables que desbordan la euforia del chileno. Además consagra, a nivel popular, una autoestima sellada por años de crecimiento económico; modelo digno de las pasarelas de las más exclusivas y excluyentes multilaterales.

Vivir en Santiago victorias chilenas implica, también, ser testigo de su súbito triunfalismo, de la incontinencia social de su fortuna, de la fiebre arribista del ‘nuevo rico’ futbolero. Cada pitazo final que anuncia tres puntos más para La Roja expulsa de sus hogares a cientos de santiaguinos quienes, en modo ‘flaite’, toman plaza Italia con revancha. Las celebraciones inmoderadas –buses incendiados, muros garabateados, muertos y heridos– delatan el ansia de prestigio que otorga el deporte más globalizado a un país ubicado en un rincón del mapamundi.

Al hincha no se le puede pedir racionalidad cartesiana, sobre todo porque el fútbol es el desfogue por excelencia de frustraciones. Pero ¿qué sucede cuando esta incontinencia social de ‘nuevo rico’ contagia a los propios jugadores profesionales? El ‘Mago’ Valdivia vocifera que “el pisco es chileno”, Claudio Bravo da lecciones de hombría clasificatoria y Arturo Vidal –indultado por Sampaoli tras chocar su Ferrari, alcoholizado– viraliza el grafiti que su selección dejó como ‘souvenir’ en los vestuarios limeños. Paradójicamente, la pinta cavernaria sintetiza la impotencia del monarca ante una plebe indiferente. Exigir un tratamiento de “campeón de América” es, a fin de cuentas, una plegaria que anida una intensa necesidad de reconocimiento.

Si Chile es un ‘nuevo rico’, Perú es un mendigo sentado sobre una pelota de fútbol. En nuestro país el crecimiento económico ha servido para poco (para pocos, para ser más específico). El fútbol evidencia esa perversión por la informalidad que nos caracteriza: la confianza excesiva en el talento individual. Los éxitos son frutos de start-ups personales excepcionales (Guerrero y Farfán educados en Los Reyes Rojos, los Añaños pujantes desde Ayacucho); los esfuerzos colectivos son deficitarios. La última vez que impusimos algo de miedo, el equipo no pasaba de “cuatro fantásticos”. El sueño del Mundial se desvanece cuando nos “roban puntos” en casa, como la familia de clase media retorna a la pobreza luego de un asalto a su negocio. Cuevita representa al emergente provinciano que se desploma al ser ampayada su pendejada por la ley. Los “ganadores” pro-sistema nos venden su optimismo consumista y tecnocrático aunque sea improbable que clasifiquemos a Rusia; tampoco a la OCDE.

Aunque tenemos razones para trascenderla, estamos atrapados en nuestra premoderna mentalidad. La proyección mediática de nuestra mendicidad se globaliza, se transmite en vivo y en directo, y se cuelga al instante en la web. Nuestra fe se basa en chamanes que ofenden la camiseta del contrario; nuestro orgullo se hincha cuando se abuchea el himno de nuestro huésped; nuestra ética deportiva consiste en celebrar la lesión del jugador rival o no dejarlo dormir. El fútbol no es la metáfora perfecta de la vida, es la vida misma.