Tres años han sido más que suficientes para desnudar al mandatario. La coalición gobernante es cada vez más frágil: el Partido Nacionalista es prácticamente una extensión de escuderos de la primera dama y tecnócratas líberos aceptan responsabilidades políticas interesados en mejorar sus ingresos o su CV. El mérito de la estabilidad política recae en una oposición temerosa de hacer cualquier ruido político que dañe la economía y en sectores empresariales, desconfiados ante el “ex chavista”, que sirven de censor antiestatista a cambio de apoyo político.
Este fino equilibrio tambalea con demasiada frecuencia. El presidente se ha convertido en un administrador permanente de crisis. Es el rey Midas del riesgo político: cada designación ministerial (Urresti, Cornejo, etc.) o decisión política (“Conga va”) tienen un alto componente de polémica y desatino. Desaprovecha momentos de optimismo como el pos-Haya. Sin protección política suficiente, arrecia contra el aprismo y el fujimorismo (quizás los actores políticos más relevantes) con la esperanza de captar simpatías entre sus “antis”. Casi siempre sale golpeado políticamente.
Este estilo de gobierno reactivo no ha rendido frutos sustantivos y solo ha adelantado las manecillas de los relojes. Me da la impresión de que ya se ha perdido toda expectativa de logro gubernamental para los próximos dos años. Esta gestión ha devaluado la palabra “inclusión social” y ha convertido la “reforma” en una utopía. No hay viabilidad de significativas propuestas sectoriales en el nivel discursivo ni en la constatación de la realidad. Con el timing electoral encima (este segundo semestre del año es electoral y el 2015 casi un preludio de los comicios generales del 2016), bajará la exposición mediática del Ejecutivo y quizás, con menos presión, la aprobación popular sea más benigna, por default.
Según antecedentes, lo más difícil ya pasó. El tercer año presidencial ha sido normalmente el más complicado. Sin embargo, existen elementos para pensar que el par de años que le quedan a Humala dependen más del contexto y los actores externos que de su propia voluntad. La fragmentación de su bancada legislativa, la alta volatilidad de sus cambios ministeriales y su incapacidad para convocar a independientes con peso propio, lo colocan a la defensiva. A estas alturas, ¿cuál es el atractivo para apoyar a la gestión nacionalista sino beneficios particulares?
Para el largo plazo, este gobierno ha establecido malos precedentes. En lo institucional (un saludo a los garantes) se ha retrocedido: los poderes informales toman decisiones desde Palacio (primera dama) o desde los legados montesinistas (caso López Meneses). La descentralización va rumbo al abismo, sin apelar al freno de manos. La informalidad económica corroe toda posibilidad de que la bonanza circunstancial se convierta en desarrollo sostenible. El “aprendizaje político” de los Humala-Heredia ha salido muy costoso para el país, porque cunde la pobreza de ideas. No ha propuesto una visión colectiva de futuro. A estas alturas, el Ejecutivo también se ha convertido en una “percepción” de guías de la nación. En su mediocridad reside el final de las expectaciones de un gobierno, más anticipado que los anteriores.