Este fin de semana han rebotado dentro de mi cráneo dos hechos aparecidos en los medios, aunque el segundo haya sido más una genialidad de síntesis que un dato suelto.
El primero es el resultado de una encuesta encargada por El Comercio sobre el perfil del candidato ideal por el que votarían los peruanos. A la pregunta de si nuestro futuro presidente debería ser hombre o mujer, un 31 % respondió que hombre, y un 47 % respondió que mujer.
El segundo fue una caricatura de Heduardo publicada en “Perú 21”, en la cual un elector le dice a otro:
“¿Por quién votarías tú: por el que golpeó a su esposa, por el que humilló públicamente a su esposa, por la que dejó que torturen a su madre o por el que negó a su hija?”.
No hace falta ser un analista con doctorado para darse cuenta de la fascinante falta de coherencia entre ambos hechos. Que los principales candidatos a nuestra presidencia tengan serios cuestionamientos sobre la manera en que se han comportado con sus esposas, madres e hijas es otro reflejo de lo mal que se trata a la mujer en nuestro país. Un par de botoncitos de ese vergonzoso traje: en el 2013 éramos el segundo país de América Latina con mayor número de asesinatos de mujeres a manos de sus parejas (MIMP) y un 71,5 % de las peruanas admitió ese mismo año haber sufrido algún tipo de violencia por parte de su pareja (INEI).
Un país con estos indicadores está diciendo, a gritos y puñetazos, dos grandes mensajes: que el avance de la mujer en distintos aspectos de la sociedad que estaban reservados para los hombres está poniendo nerviosos, descolocados y temerosos a mis congéneres, y sus parejas están pagando la falta de procesamiento psíquico de esa legión que no encuentran su lugar tradicional en el mundo. El otro mensaje es que la subyugación de nuestras mujeres debe tener alguna complicidad femenina que se mama en nuestros hogares, sobre todo en los más tradicionales. Cifras tan alarmantes se explican cuando es todo un sistema integrado el que actúa a favor de la supremacía masculina. Y sus manifestaciones, muchas veces, tienen más sutileza que la de los puños: que un grueso sector de nuestra población no quiera otorgarle a una chica violada el derecho a abortar el niño que le inseminó su violador es otro ejemplo por el cual un discurso paralelo –la defensa de la vida, en este caso– disfraza la falta de sensibilidad hacia una mujer que sufre.
Con estos antecedentes, ¿puede creerse que los peruanos prefieran como presidente a una mujer? Tal vez, gran parte de quienes respondieron así ya lo hacían con la imagen de Keiko Fujimori en la mente y, en su caso, el que sea mujer es un atributo interesante, pero no el principal. Asumo, más bien, que otro buen sector respondió motivado por la esperanza de un cambio: luego de tantos presidentes varones que han dejado una estela de corrupción y de cierta incompetencia, creer que una mujer lo pueda hacer mejor es una bonita ilusión ante el escaparate. Un deseo temporal en época de compras. Pero, ¡ay si la mujer que elegiste no llena tus expectativas o si se equivoca igual que sus antecesores!
Si a los presidentes varones les solemos dar con palo, a ella le daremos con látigo, chicote y rebenque.
Porque eso es lo que hacemos con nuestras mujeres.