Mario Ghibellini

El día de la Canción Criolla es el 31 de octubre, pero ahora que tiene poderes sin medida ni clemencia, el gobierno debería aprovechar para cambiarlo al 30 de setiembre. Porque, al parecer, nada ha habido tan criollo últimamente como la forma en que se decretó en esa fecha la a partir de la tesis de la “denegación fáctica de la confianza”.

Abundar en los problemas lógicos que plantea esa –insistimos– pastrulada conceptual (que figurará para siempre en el glosario de la ignominia política nacional al lado de la “inflación neta” que acuñó la ineptitud económica del primer alanismo y la “interpretación auténtica” del fujimorismo re-reeleccionista) resultaría ocioso, pues solo provocaría una disputa por los pocos kimonos moqueguanos que todavía no tienen dueño; y está visto que lo que el país necesita en este momento es sosiego.

Nos enfocaremos ahora, por lo tanto, en un asunto que dejamos pendiente en nuestra columna de la semana pasada. A saber, el enigma de si el decreto supremo que dio origen al escenario actual contaba con aprobación del Consejo de Ministros y refrendo ministerial (que son dos cosas distintas) a la hora de ser anunciado.

Sobre la necesidad de que la referida aprobación fuese solicitada por el presidente, hay discrepancia entre los especialistas que hemos consultado: unos sostienen que, por la gravedad de la materia (la disolución de un poder del Estado por otro), pedirla y obtenerla era ineludible; y otros, que era conveniente pero no obligatoria. En lo que sí coinciden todos es en que, una vez demandada, la opinión del no podía ser ignorada. Y es aquí en donde el aporte del ministro Vicente Zeballos (originalmente titular de Justicia pero ahora ascendido a premier por sus méritos académicos) ha sido iluminador.

—‘Técnico-normativo’—

El jurisperito brotado de las aulas de la Universidad Garcilaso de la Vega, en efecto, ha revelado en una entrevista que, antes de decretarla, discutió la iniciativa de disolver el Congreso con sus ministros y que algunos de ellos –en particular el entonces jefe del gabinete, Salvador del Solar– plantearon observaciones al respecto. “Ha habido puntos de vista [sic], pero que de una u otra manera se dan cuando hay un intercambio de pareceres”, señaló. Para luego agregar: “Las observaciones fueron cuestiones de oportunidad; alguna observación de orden técnico-normativo”.

¿“Técnico-normativo” dijo? ¿No es ese precisamente el campo en el que surgen las dudas (que tormentosas crecen) sobre la constitucionalidad de la disolución vizcarrista del Parlamento?

En el mismo sentido, además, apuntan otras declaraciones ofrecidas por esos días a RPP por el ministro del Interior, Carlos Morán. “En base a la prerrogativa constitucional que tiene el presidente de la República, él puso a consideración del gabinete [el cierre del Congreso]. Hubo algunas observaciones de carácter técnico-normativo, pero constructivas”, aseveró. Antes de redondear la faena con la audaz paradoja: “Hubo consenso, que es diferente de unanimidad”.

Queda claro, en consecuencia, que la aprobación del Consejo de Ministros fue solicitada. No tan claro, en cambio, que fuese otorgada. Aunque a lo mejor el presidente consideró que se la habían dado fácticamente…

En cualquier caso, el expremier Del Solar y los otros miembros del gabinete que plantearon las observaciones nos deben, a todos y todas, una explicación sobre la naturaleza de ellas y la relación que podrían guardar con sus eventuales renuncias para salvar su responsabilidad en una ruptura del orden constitucional como la que estaba a punto de producirse.

Lo cierto es que, con o sin aprobación del Consejo de Ministros, Vizcarra dirigió esa tarde un mensaje a la nación para ordenar una disolución del Congreso materializada en un decreto supremo que en ese momento no podía tener refrendo ministerial.

¿Cómo así podemos estar seguros de ello? Muy fácil: a esa hora Vicente Zeballos, que firmó el mencionado decreto supremo como presidente del Consejo de Ministros, todavía no había jurado el cargo.

No hay que descartar, sin embargo, la posibilidad de que el presidente entendiese que, fácticamente, ya había jurado.

—De lujo—

Todo sugeriría, en realidad, que estamos ante otro problemilla “técnico-normativo”. Pero, claro, el arúspice del derecho que ahora encabeza el equipo ministerial no va a darse por enterado, pues su vocación por hacerle el tundete a las criolladas de gabinete que, con golpe de cajón, alienta el mandatario es indoblegable. Con él, ese decreto dormirá escondido una eternidad.

No se puede negar, no obstante, que en la distribución de fajines ha habido esta vez un cierto lujo. Poner de regreso a su ‘causita’ Edmer Trujillo al frente de la cartera de Transportes después de los desaguisados que hace siete meses lo llevaron a la renuncia (más de 100 estaciones de buses sin condiciones de seguridad autorizadas durante su gestión; entre ellas, la de Fiori, donde murieron 17 personas en un incendio) es, por ejemplo, un lujo que Vizcarra solo ha podido darse porque no existe un Congreso que le pueda llamar la atención o interpelar al nuevo premier por tan temeraria elección.

El titular de Cultura, Francesco Petrozzi, por otra parte, parece haber encontrado en este lujoso contexto de contrapeso suprimido la oportunidad de oro para que las leyes “corran como por un tubo”, tal como soñaba cuando formaba parte de la mayoría parlamentaria fujimorista. De ahí, quizás, su reciente descubrimiento de que con el presidente “es muy fácil dialogar”.

Y no olvidemos al ya mentado ministro del Interior, Carlos Morán, que gracias al desahogo que le concede tener la situación de inseguridad en el país controlada, se permite ejercer de vocero político del gobierno y advertirles a los congresistas disueltos que “van a tener que buscar trabajo”.

Criollismo, como se ve, por todos lados, que ayer el presidente ha coronado al enredarse en una resbalosa que busca bloquearle a Pedro Olaechea la posibilidad de presentar una demanda competencial ante el Tribunal Constitucional. Alguien va a tener que explicarle que a la Permanente no puede disolverla.