(Ilustración: Mónica González)
(Ilustración: Mónica González)
Mario Ghibellini

Una inhibición de último minuto determinó ayer que la evaluación del recurso de casación presentado por contra la orden de que cumple desde hace más de ocho meses fuese postergada. La decisión seguramente no habría sido tomada de inmediato, sino, más bien, dejada al voto por unos días. Pero de cualquier forma, la líder de estaba a punto de conocer su suerte en un asunto que, por diversas razones, no lucía mal para ella, por lo que la dilación ha de haberla contrariado.

Más temprano que tarde, sin embargo, la Sala Penal Permanente de la Corte Suprema tendrá que pronunciarse al respecto y, por lo tanto, la posibilidad de que la ex candidata presidencial naranja deje su encierro en algunas semanas no puede descartarse. Así las cosas, nos parece que la pregunta por las consecuencias políticas de su eventual liberación no resulta ociosa.

—Mal genio—

Es obvio que un brusco retorno de la otrora reina y señora de la oposición criolla al centro de la escena pública tendría efectos considerables dentro y fuera del fujimorismo. Y también, que el signo de tales efectos dependería sin duda del humor con el que ella ponga pie en la calle: una cosa sería, lógicamente, una Keiko dispuesta a repartir ramitos de olivo a discreción y otra muy distinta, una Keiko sedienta de revanchas y de hacer el mal sin mirar a quién.

De manera que lo que hace falta averiguar es cómo han impactado en su ánimo los largos meses de reclusión. ¿Se habrá producido efectivamente durante ese tiempo la conversión beatífica que anunciaba justo antes de ser conducida al penal, o seguirá siendo el atado de rencores y frustración que conocimos tras la derrota del 2016?

Una aproximación intuitiva al problema haría pensar que la sola circunstancia de ser liberado tras un prolongado enclaustramiento predispone al beneficiado a una actitud armónica y agradecida con el resto del mundo. Pero la literatura nos advierte que en esa presunción podría haber algo de ingenuo.

En “Las mil y una noches”, libro que encierra más sabiduría que la que un solo hombre puede acumular, Schahrasad le cuenta al rey Schahriar la historia de un pescador pobre que cierto día atrapó en su red una olla de azófar con la boca sellada. Tras bregar un poco con su cuchillo para romper el sello, vio asombrado que de la olla brotaba una gran humareda que se alzaba hasta el cielo y de la que finalmente asomaba un genio. Lejos de concederle al pescador deseos o colmarlo de riquezas, sin embargo, el genio le reveló que, a través de los siglos pasados en esa celda, había ido cambiando de idea acerca de lo que haría con quien finalmente le devolviera la libertad. “Descubriré los tesoros de la tierra y se los daré al que a salvarme venga” y otras promesas por el estilo se había hecho a sí mismo al principio. Pero luego, al cabo de innumerables centurias en las que nadie vino a redimirlo de su situación, loco de rabia juró matar al que lo hiciera.

En la historia, el humilde hombre de mar logra al final salvar el pellejo gracias a un ardid, pero la anécdota igual nos ilustra sobre lo que puede ocurrir cuando la libertad y un mal genio se cruzan.

No es razonable entonces dar por hecho que, una vez fuera del penal, la señora Fujimori vaya a cumplir con los dictados de la visión con la que supuestamente fue bendecida antes de ser recluida en él. “Vi que el odio y la confrontación no solo me estaban haciendo daño a mí y a mi familia: dañaban a todos”, proclamó en aquella ocasión con voz que quería sonar conmovida. Para luego rematar: “Terminemos juntos esta guerra política […]; hagámoslo por el país”.

Palabras muy reflexivas, por cierto… Pero pronunciadas prácticamente en la víspera de que se evaluara su prisión preventiva y, en esa medida, sospechosas de ser un ungüento fulero para ablandar el eventual rigor de quienes debían resolver el asunto.

—Rumia y escarmiento—

Como no consiguieron su objetivo, nada tendría de raro, además, que ya las hubiese olvidado. O, peor aún, que se sintiese un poco avergonzada de haberlas recitado. En esta pequeña columna, nos imaginamos en realidad a una Keiko que, ya suelta en plaza, se parecería más al genio de Schahrasad que al buen samaritano de Lucas. Sobre todo porque la coyuntura política se presta a ello.

Para la señora Fujimori, recuperar el liderazgo de su partido, primero, y el de la oposición, después, resulta indispensable, pues solo potenciando sus chances electorales para el 2021 podría reducir las posibilidades de una verdadera condena a prisión cuando el proceso que se le sigue culmine. No debe tener, en consecuencia, muchas ganas de dejar sin escarmiento actitudes levantiscas como las que suponen las persistentes discrepancias de la congresista Aramayo con la postura oficial de FP o ciertas declaraciones de Milagros Salazar en el sentido de que la mirada parcializada de la realidad nacional que tenía ella por su situación de encierro había determinado que no tuviera influencia sino solo “una opinión” en el partido.

Menos ganas aún ha de tener, por otro lado, de ofrecer la otra mejilla ante las amenazas de Vizcarra de disolver el Legislativo si las reformas políticas que le ha planteado a ese poder del Estado no son aprobadas sin alterar su esencia.

El dato más relevante de todos, no obstante, es que si en dos años en libertad no pudo la señora Fujimori superar las iras de su segundo fracaso electoral, es de imaginar cómo las habrá rumiado en ocho o nueve meses de encarcelamiento. Aunque, claro, un cambio siempre es posible y en una de esas nos sorprende.