En los últimos semestres asesoré la tesis de licenciatura de Claudia Beltrán, estudiante de Ciencia Política y Gobierno en la PUCP, en la que se preguntaba qué explica el fracaso de la figura política de Alejandro Toledo. De un lado, podría decirse que este fue víctima de las difíciles circunstancias que le tocó enfrentar. A inicios de siglo, los partidos estaban colapsados, las instituciones extremadamente debilitadas, salíamos de una experiencia traumática de corrupción y de injerencia de poderes oscuros.
¿Cómo gobernar con éxito en estas circunstancias? El propio Toledo, si bien tenía ya cierta trayectoria política, terminó siendo de manera totalmente accidental e inesperada el líder de la oposición al fujimorismo y de la reconstrucción institucional del país, encargo que ciertamente excedía cualquier capacidad individual o colectiva.
Los límites de la gestión política se han revelado estructurales, de allí que pueda observarse que tanto con Toledo, García y Humala (y después), el porcentaje de ciudadanos que apoya la gestión de los presidentes empieza alto, declina rápidamente a lo largo del segundo año, y se mantiene en niveles muy bajos entre el tercer y cuarto año, a pesar de que la economía haya crecido y la pobreza se haya reducido de manera importante a lo largo de esos años.
El hecho de que Toledo, García, Humala y otros importantes líderes políticos hayan tenido problemas judiciales sugiere que los problemas de corrupción también requieren explicaciones más de fondo.
Pero del otro lado, también está el papel que juega el personaje. Al llegar a la presidencia, Toledo tenía un enorme respaldo popular, tenía adversarios debilitados y dispersos, tenía de su lado la adhesión y buena voluntad de múltiples sectores comprometidos con la reconstrucción democrática. Y no solo dilapidó ese enorme capital político; además, por lo que hemos sabido después, lo habría traicionado incurriendo en las mismas prácticas en contra de las cuales construyó su liderazgo. No solo no pudo evitar la proliferación de esas prácticas corruptas, sino que las habría liderado de manera personalísima.
Pero la historia te otorga nuevas oportunidades. Pese a todas las crisis, escándalos y niveles de aprobación de apenas un dígito hacia la mitad de su período gubernamental, una encuesta de Apoyo de agosto del 2006 señalaba que un 42% de los encuestados aprobaba la gestión de Alejandro Toledo como presidente al final de su mandato.
Si bien no llegó a tener una gran iniciativa reformista, tampoco la ciudadanía le reprochaba errores o escándalos mayúsculos. Esto permitió que apareciera como candidato favorito para ganar la presidencia en el 2011. Si bien al final obtuvo apenas el 15,6% de los votos, hasta un mes antes de la votación las encuestas lo ubicaban liderando la intención de voto. Nuevamente, errores de campaña impidieron que entre a la segunda vuelta, cuando tuvo cierta base para aspirar a un segundo período presidencial.
Después del 2011, fueron apareciendo los indicios que llevaron a su actual detención. La candidatura del 2016 fue patética. Obtuvo el 1,3%, Perú Posible perdió su inscripción y su participación en esa campaña solo parece haber servido para engrosar la lista de memes y bromas asociadas a la figura del expresidente.
En suma: es correcto afirmar que Toledo enfrentó límites institucionales y estructurales que se la pusieron muy difícil, pero también cae sobre su responsabilidad personal haber desperdiciado oportunidades que la historia le puso al frente, y de haber traicionado la causa que lo encumbró