Pablo Sánchez formó un equipo de fiscales para que se dedicara exclusivamente a investigar delitos de corrupción de funcionarios vinculados al caso y nombró a Hamilton Castro como cabeza del grupo. (Foto: Archivo El Comercio)
Pablo Sánchez formó un equipo de fiscales para que se dedicara exclusivamente a investigar delitos de corrupción de funcionarios vinculados al caso y nombró a Hamilton Castro como cabeza del grupo. (Foto: Archivo El Comercio)
Erick Sablich Carpio

Los recientes desencuentros entre la constructora y el Ministerio Público (MP) en torno al proceso de colaboración eficaz sirven para poner en contexto los serios problemas que las investigaciones arrastran desde que explotó el caso.

Este cobró relevancia en el Perú luego de que Odebrecht aceptara en diciembre del 2016 ante la justicia de EE.UU. haber pagado sobornos por casi US$800 millones en 12 países en relación con más de 100 proyectos. La confesión identificó coimas en nuestro país por US$29 millones.

Como respuesta, el fiscal de la Nación, Pablo Sánchez, formó un equipo de fiscales (el Equipo Especial Lava Jato) para que se dedicara exclusivamente a investigar delitos de corrupción de funcionarios vinculados al caso y nombró a Hamilton Castro como cabeza del grupo. Hasta ahí, se podría decir que la reacción de Sánchez fue oportuna. Sin embargo, un año y medio después, la estrategia para abordarlo –si la hubo– no parece caminar.

Por un lado, el equipo especial no ha logrado alcanzar el mentado acuerdo de colaboración. Este supondría la entrega por parte de los brasileños de las pruebas que –se asume– permitirían procesar y sancionar penal y civilmente a las personas y empresas que consumaron junto con Odebrecht actos de corrupción en el Perú. Es decir, lo que debería ser nuestra preocupación esencial.

Ello, claro está, sin dejar de imponer una severa sanción a Odebrecht por su conducta delictiva, obtención de beneficios ilegales y los daños causados al Estado. Y si bien es cierto que para llegar al acuerdo los funcionarios de Odebrecht solo podrían ser juzgados en Brasil –lo que viene ocurriendo–, ese es un sapo que la justicia peruana bien podría tragar para culminar con éxito las investigaciones.

En esa línea, el equipo especial no ha dado señales de poder avanzar significativamente en el acopio de pruebas que no pasen por la cooperación de la constructora, por lo menos no en los casos emblemáticos. Las fiscalías de lavado de activos parecen haber aprovechado mejor las declaraciones tomadas en Brasil a Marcelo Odebrecht y Jorge Barata, entre otros (bajo reglas de ese país que agravarían su situación legal de haber mentido en sus testimonios), para abrir nuevas líneas de investigación con más celeridad.

La mención de estas últimas fiscalías, de otro lado, refleja la falta de articulación del MP para tratar el caso. La ausencia de una visión y estrategia institucional hace que el equipo especial y las fiscalías de lavado de activos compitan entre sí y se relacionen de manera distinta tanto con Odebrecht como con las autoridades judiciales brasileñas, claves para tomar testimonios y recibir pruebas ya utilizadas en ese país.

Para añadir una dosis de desorden a todo este asunto, tampoco existe cohesión alguna entre los distintos equipos de la fiscalía y la procuraduría pública, que en la teoría debería concentrarse en perseguir una reparación civil idónea para el Estado pero que en la práctica muchas veces trata de suplantar las funciones de los fiscales en medio de un voraz ánimo de atención por parte de los procuradores.

La suma de estos problemas hace imperativo un replanteamiento de la estrategia del MP o, de lo contrario, el mayor caso de corrupción revelado en décadas no recibirá sanciones adecuadas en el Perú. Es tarea del saliente fiscal de la Nación, Pablo Sánchez, y sobre todo de su sucesor, Pedro Chávarry, ejercer el liderazgo suficiente para que el MP empiece a actuar de una vez colaborativa y eficazmente.