(Foto: Congreso)
(Foto: Congreso)
Jaime de Althaus

La se ha entrampado en la discusión del número de congresistas del eventual futuro Congreso bicameral y si ese número debe ponerse en la Constitución o dejarse para ley orgánica. Lo lógico sería dejar la definición para una ley de desarrollo, pero quizá termine primando el argumento de que la población debe saber por qué número vota.

El problema es que queda muy poco tiempo para hacer una discusión a fondo. Los plazos perentorios están llevado a presiones absurdas. Pero si se opta por colocar el número en la Constitución, lo más práctico y sencillo sería tomar la propuesta del Ejecutivo –que es correcta e innovadora en lo relativo a elegir a los diputados en microdistritos binominales y a los senadores en macrodistritos–, pero corregir las distorsiones más groseras de subrepresentación que posee.

El caso más notorio es Lima, con 5 senadores de 30, es decir, un 16%, cuando la participación demográfica de Lima llega casi al 30%. Si le agregáramos 5 senadores más a la capital, el total de senadores subiría a 35 y los 10 de Lima representarían el 28,6%, más real.

La situación de Lima en diputados es aun peor: tiene apenas 12 de 100. Para que la participación de los diputados limeños llegue al 30% sin restarle a los demás, habría que subir la cantidad total de diputados a alrededor de 124. Si eso suena demasiado, habría que introducir algunos distritos uninominales en lugar de los binominales. Pues hay regiones como Lambayeque e Ica en las que también habría que hacer similar ajuste.

Mal que nos pese, en Lima se concentran los segmentos profesionales, académicos, empresariales y gremiales más calificados del país, a los que debemos recuperar para la política nacional. Tampoco sería aceptable sobrerrepresentar regiones que suelen tener una orientación política determinada.

También debe ser corregida la propuesta que mantiene el voto preferencial para la elección de diputados. Hace bien el proyecto cuando propone elegir a los senadores (5 por macrorregión) en listas cerradas sin voto preferencial. Pero no se entiende por qué mantiene el voto preferencial para elegir a los diputados, máxime cuando los distritos en este caso son binominales. Lo único que logramos es reeditar la lucha fratricida entre los dos candidatos de cada partido, en lugar de que ambos compitan contra las listas de los demás partidos.

No solo eso. Si, como consecuencia de la reforma del financiamiento de los partidos, el Estado va a gastar mucho más dinero ahora en comprar espacios en la televisión y la radio en las campañas electorales –que los partidos ya no podrán adquirir–, sería incongruente que por un lado el Estado invierta mucho más en los partidos y que al mismo tiempo mantenga una regla que conduce a su división y debilidad internas. Como tampoco tiene sentido que le financie su publicidad a partidos bamba. Por eso, otro gran objetivo de la reforma política –que no ha sido abordado– es la reconstrucción de un sistema de pocos partidos de verdad, desapareciendo los cascarones.