Vizcarra no tiene que morir en la duda de ser o no ser presidente, de ser o no ser jefe del Estado. (Foto: Presidencia Perú)
Vizcarra no tiene que morir en la duda de ser o no ser presidente, de ser o no ser jefe del Estado. (Foto: Presidencia Perú)
Juan Paredes Castro

A hora que vemos a Pedro Pablo Kuczynski enfrentando a la justicia, recordaba la cara de sorpresa del papa Francisco, preguntándose lo que no hubiera querido preguntarse jamás: ¿Por qué los presidentes en el Perú terminan en la cárcel?

La respuesta hay que buscarla en la entraña misma de la Presidencia de la República. Encontraremos, entre otras cosas, graves vacíos y malformaciones estructurales y funcionales que políticos y legisladores, incluidos los propios usuarios del poder, han preferido mantener antes que corregir.

La Constitución dota a la presidencia de prerrogativas casi monárquicas, entre ellas la jefatura del Estado, la personificación de la nación y el mando supremo de las Fuerzas Armadas y policiales. Pero no le concede una estructura de mando real sobre los demás poderes ni la protege del tejido político invasivo del tráfico de influencias hacia arriba. Asistimos, por lo tanto, al frustrante espectáculo de una representación irónicamente débil de la más alta instancia del poder.

Toledo y Humala llegaron al poder sin saber qué hacer con la presidencia. Uno tuvo la habilidad de recostar el manejo del poder en primeros ministros sólidos para él dedicarse a luchar contra la vacancia presidencial que lo acechaba. El otro trajo la novedad del ejercicio conyugal del poder que implicaba el empoderamiento de la señora Nadine Heredia y la disolución brusca de sus primeros ministros. Kuczynski sobrevino con el complejo de ser un hombre de Oxford, Princeton y Wall Street, y que, por lo tanto, reinaría y no gobernaría. Decidió delegar casi todo el poder en sus primeros ministros y en su entorno “de lujo”, y ocultó un pasado de conflicto de intereses y negocios como alto funcionario que le labraría finalmente su renuncia.

¿Qué tendría que hacer un presidente entrante débil como , favorecido por la fortaleza moral de las actuales circunstancias, en un cargo que sigue siendo débil? Infundirle, sin duda, esa fortaleza moral que trae consigo, para devolverle al país el principio de autoridad democrática perdido.

Vizcarra tiene que saber que la Presidencia de la República no es un órgano de poder al mismo nivel que el parlamentario, fiscal y judicial. Es el ‘primus interpares’ por excelencia. El presidente es además el jefe del Estado, que, como tal, reclama reconocimiento de los poderes constituidos. Estos le deben respeto a su jerarquía y elevadas atribuciones. Vizcarra no tiene que morir en la duda de ser o no ser presidente, de ser o no ser jefe del Estado. Sencillamente lo es, así no tenga que gustarle a Luis Galarreta o a Keiko Fujimori.

Se necesita, por último, un primer ministro que añada su fortaleza política a la fortaleza moral de Vizcarra, alguien capaz de ser el conductor todoterreno de un gobierno del día a día y el arquitecto abierto y conciliador de los mejores mecanismos de diálogo, concertación y consenso por construir.

Si quiere unidad sobre las diferencias, lucha anticorrupción y un pacto social, el nuevo presidente debe hacer sentir su liderazgo sobre toda la organización política del país.